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¿Para qué sirven las sentencias?
Dr. Eduardo Mayora Alvarado

Introducción.

El objeto de este breve artículo es contribuir a superar esa noción, correcta pero incompleta, de que las sentencias –o en general, las resoluciones judiciales—son actos procesales que deciden el asunto principal del proceso o los incidentales. Creo que al quedarse uno en esa idea, con facilidad llega a pensarse en la sentencia como un acto particular de su respectivo proceso y, por consiguiente, relevante, casi exclusivamente, para las partes del respectivo proceso y en relación con el asunto que sea su objeto.  Una idea tal crea, en mi opinión, una cultura de indiferencia ante el valor de las sentencias judiciales que, realmente, está en la base de problemas muy importantes, como la propia impunidad. 

La sentencia judicial, cada sentencia judicial, sin embargo, es una parte de un conjunto que debe ser armónico y que, así como los barcos necesitan de faros, boyas y demás señales de navegación para llegar a puerto, así los ciudadanos necesitan de las sentencias. Las sentencias son a la vida en sociedad de toda persona lo que las señales del radar son para las naves y aeronaves: mecanismos para informarse de cómo y por dónde puede navegarse sin peligro y con fruto.  Y en esa metáfora la navegación representa las conductas que cada persona debe asumir para evitar situaciones en su vida que le representarán pérdidas o castigos, y observar aquellas que le brindarán tranquilidad y frutos.

Para ese efecto, propongo el análisis de la resolución de un caso muy sencillo y, a continuación, ciertas reflexiones sobre el papel de la sentencia y su valor como producto del ordenamiento jurídico.

La resolución de un caso sencillo.

El Artículo 1423 del Código Civil establece que El incumplimiento de la obligación por el deudor se presume por culpa suya mientras no se pruebe lo contrario y el siguiente aporta el concepto legal de “culpa” en los siguientes términos: La culpa consiste en una acción u omisión perjudicial a otro, en que se incurre por ignorancia, impericia o negligencia, pero sin propósito de dañar.

Las dos normas están escritas con claridad y reproducen conceptos similares de los Artículos 1382 y 1383 del Código Civil francés y éste, como es bien sabido, codifica el Derecho Civil contenido hasta la época de su promulgación en documentos tales como las opiniones de los jurisconsultos, de los glosadores, de los post glosadores, etcétera. 

Por consiguiente, se trata de una serie de proposiciones normativas y de conceptos que han merecido la atención de los estudiosos del Derecho por más de dos milenios y, realmente, quién pudiera pensar que, desde un punto de vista teórico, es decir, de la doctrina científica, sea difícil encontrar una serie ordenada de explicaciones sobre qué significado deba atribuírsele a términos o conceptos tales como:

  • La culpa;
  • “perjudicial”
  • “ignorancia”
  • “impericia” 
  • “negligencia”, o
  • El propósito de dañar.

Así, por ejemplo, cuando Carbonnier (Droit Civil, T 4, PUF, 1995: 356) se refiere a la culpa, habla de una cierta conducta del demandado que, de haber sido su voluntad, podría no haberla seguido o asumido, por ser una conducta reprobada por la sociedad. Esta idea, también está clara pero, si bien nos acerca a la comprensión del concepto jurídico de “culpa”, cabe preguntarse cuándo actúa una persona voluntariamente o cómo se determina que cierta conducta humana es reprobada por la sociedad; es más, a qué colectivo se refiere el autor cuando dice “sociedad” (¿un barrio, una ciudad, todo un país?).

El Artículo 1902 del Código Civil español también vincula la responsabilidad civil extracontractual a una acción u omisión que cause daño a otro, “interviniendo culpa o negligencia”.  Esto está, aparentemente, claro.  Sin embargo, Díez-Picazo y Gullón (Sistema de Derecho Civil, T 2, Tecnos, 1995: 591-594) explican cómo, tanto por la vía de la legislación especial como del Derecho jurisprudencial se ha superado “la crisis de la culpa”, en vista de que en la sociedad contemporánea ha venido a ser muy difícil para la víctima demostrar que el autor de los daños ha actuado culposamente (como por ejemplo en un accidente aéreo).  En nuestro código, la culpa ya se presume, pero el punto que aquí interesa destacar es el hecho de que una noción aparentemente clara en la Ley y explicada por la doctrina científica, entre en crisis y que la misma deba superarse.

El Artículo 512 del Código Civil argentino define la culpa así: “La culpa del deudor en el cumplimiento de la obligación consiste en la omisión de aquellas diligencias que exigiere la naturaleza de la obligación, y que correspondiesen a las circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar” y, a propósito del concepto de culpa, Boffi Boggero (Tratado de las Obligaciones, T 2, Astrea 1973: 195 y 197) recoge la definición de Jiménez de Asúa siguiente: “Culpa es la producción de un resultado típicamente antijurídico (la omisión de una acción esperada), por falta del deber de atención y previsión, no sólo cuando ha faltado al autor la representación del resultado que sobrevendrá (o de la consecuencia del no hacer), sino cuando la esperanza de que no sobrevenga ha sido fundamento decisivo de las actividades del autor (o de sus omisiones) que se producen sin querer el resultado antijurídico (o lo injusto de la inacción) y sin ratificarlo.”

Creo que esta definición es ciertamente interesante, además de ser compleja; es decir, describe y vincula a varios elementos.  Así, por ejemplo, relaciona una “falta del deber de atención y previsión” con dos situaciones distintas, a saber: “cuando ha faltado al autor la representación del resultado que sobrevendrá” o bien, “cuando la esperanza de que no sobrevenga (el resultado típicamente antijurídico) ha sido fundamento decisivo de las actividades del autor”.  Se trata de elementos cuidadosamente definidos con términos precisos pero, ¿hasta dónde llevan al abogado, al juez, al ajustador de la empresa de seguros al determinar si ha habido .

Supongamos los siguientes hechos: un domingo por la mañana el autor de los daños emprende su marcha, en una motocicleta de alta velocidad, en dirección de la casa de un amigo suyo.  Siendo domingo y relativamente temprano, cuando el autor de los daños se enfila por la Avenida de las Américas va, también, relativamente desaprensivo.  Toma el carril derecho, acelera hasta unos 85 kilómetros por hora –o sea, por encima del límite de velocidad— y, en ese momento, del carril central un automóvil conducido por una señora, que va delante suyo pero a corta distancia, cruza súbitamente a la derecha para entrar al estacionamiento de un spa que está ahí situado. Debido al día, la hora y las circunstancias, también ella conduce relativamente desaprensiva.

No obstante el esfuerzo por frenar, se produce una colisión en la que ambos vehículos sufren daños. Llegan los microbuses de las dos aseguradoras y se produce el respectivo análisis de la situación, procurando cada uno de los ajustadores y sus asesores encontrar los argumentos determinantes para que sea la otra aseguradora la que cubra la totalidad de los daños. 

La pregunta clave es, pues, ¿de quién es la culpa? Vayamos a la definición del profesor Jiménez de Asúa, a ver si encontramos allí la respuesta.  El resultado típicamente antijurídico está ahí, por partida doble: tanto el automóvil de la señora como también la motocicleta, han sufrido daños y de ahí nace la obligación del culpable de indemnizarlos.

Veamos, entonces, desde la perspectiva del conductor de la motocicleta, cómo opera la definición:    

  • ¿puede acusarse aquí una falta del deber de atención y previsión por parte del conductor de la motocicleta? Hasta un cierto punto, sí.  Al ser domingo por la mañana, puso menos atención y tomó menos previsiones de lo acostumbrado; empero, la colisión no se ha debido solamente a ese hecho sino al cruce súbito, para él, del automóvil. 
  • ¿ha faltado al autor la representación del resultado que sobrevendrá? Pues, realmente, si un automóvil se dirige a corta distancia en la misma dirección, en el carril central, hacia adelante, debe exigirse del conductor que vaya detrás que se represente como posible el resultado que sobrevendrá.  ¿Cuáles son las probabilidades de que ese automóvil que va delante cruce súbitamente? ¿Debe el conductor que va detrás representarse, por tanto, ese posible escenario y los resultados que sobrevendrán?
  • ¿se ha basado la conducta del motociclista, es decir, acelerar hasta 85 kilómetros por hora en la esperanza de que no sobrevenga el resultado típicamente antijurídico? Efectivamente, al pensar que en domingo por la mañana hay menos tráfico tenía la esperanza de que no sobrevendría el accidente; pero, ¿está esto relacionado con una falta al deber de atención y previsión? ¿Tiene el conductor de la motocicleta el deber de prestar atención y de prever el escenario de que ese automóvil cruce súbitamente a la derecha?

Ahora, ensayemos el mismo ejercicio en relación con la conductora del automóvil:

  • ¿puede acusarse aquí una falta del deber de atención y previsión por parte de la conductora del automóvil? Hasta un cierto punto, sí.  Al ser domingo por la mañana, puso menos atención y tomó menos previsiones de lo acostumbrado; empero, la colisión no se ha debido solamente a ese hecho sino al hecho de que el motociclista fuera a una velocidad que ya no le permitía frenar a tiempo. 
  • ¿ha faltado al autor la representación del resultado que sobrevendrá? Pues, realmente, si una motocicleta se dirige a corta distancia en la misma dirección, en el carril derecho, hacia adelante, debe exigirse del conductor que vaya delante que se represente como posible el resultado que sobrevendrá.  ¿Cuáles son las probabilidades de que esa motocicleta que viene detrás no pueda frenar a tiempo por la velocidad que lleva? ¿Debe el conductor que va delante representarse, por tanto, ese posible escenario y los resultados que sobrevendrán?
  • ¿se ha basado la conducta de la automovilista, es decir, cruzar súbitamente a la derecha, en la esperanza de que no sobrevenga el resultado típicamente antijurídico? Efectivamente, al pensar que en domingo por la mañana hay menos tráfico tenía la esperanza de que no sobrevendría el accidente; pero, ¿está esto relacionado con una falta al deber de atención y previsión? ¿Tiene la conductora del automóvil el deber de prestar atención y de prever el escenario de que esa motocicleta venga por detrás a excesiva velocidad?

Intento demostrar –y espero que parezca bastante obvio—que al final de cuentas la docta definición del profesor Jiménez da Asúa nos acerca a la solución de la cuestión de quién es la culpa, pero no la zanja.  Y no la zanja porque la determinación de cuál de las dos infracciones deba considerarse más probable, es cuestión de criterio, de opinión.  A menos que la Ley de Tránsito o su reglamento determinaran cuál es una falta más grave, si dar un súbito giro a la derecha cuando se va delante por el carril central, o acercarse por detrás a excesiva velocidad y en el carril derecho, la cuestión debe zanjarse de acuerdo con la opinión del juez.

En lo que toca al ejemplo que aquí se ha escogido, el caso es que el Reglamento de Tránsito atribuye la misma multa de Q300.00, entre otros, a cada uno de estos supuestos:

  • Por cambiar de carril, en o justo antes de una intersección, o no seguir la    dirección indicada para el carril que ocupa; y
  • Por no cumplir los límites de velocidad máxima.

Por consiguiente, tampoco pudiera esgrimirse que, más allá del criterio judicial, sea más grave una infracción que la otra porque el importe de la multa fuera mayora para la una que para la otra. 

Reflexiones y conclusiones.

Intentemos pasar de la ilustración de la naturaleza del problema, que los hechos simplificados del accidente descrito permiten colegir, a su planteamiento en términos abstractos. 

Las reglas de la Ley, que sin ser generales y abstractas se convertirían más bien privilegios o en discriminaciones legisladas (que, desafortunadamente los hay), pueden ser muy claras y contener términos y conceptos empleados con precisión que, por esa misma circunstancia, pueden irse desarrollando con más y más matices.  Las disquisiciones sobre la “culpa” de Carbonnier, de Díez-Picazo y de Jiménez de Asúa recogidas aquí nada más que para poner de relieve hasta qué punto la doctrina científica puede avanzar en la elaboración de los conceptos, lo demuestran.  Sin embargo, llega un momento en que es necesario aplicar esos conceptos o sus elaboraciones doctrinarias, a los hechos concretos. 

Ese ejercicio no puede corresponder a la doctrina científica, puesto que nadie puede imaginar la variedad de circunstancias que pueden llevar a una u otra conclusión, cuando de tipificar los hechos y sus consecuencias jurídicas se trata. 

La doctrina científica puede llevar al abogado, al ajustador de la compañía de seguros, al propio tribunal, a formularse preguntas cada vez más particulares y complejas; pero llega el momento de preguntarse: ¿en este caso, se ha configurado este o aquel concepto? Y la respuesta, una vez más, dependerá, en definitiva, del criterio del juez.

El juez ha escuchado a los testigos, ha estudiado los dictámenes de expertos, ha examinado los documentos, ha sido ilustrado sobre el significado de los medios científicos de prueba para el caso concreto y, en fin, al sopesar todo eso más las declaraciones de las partes, cuenta con los elementos factuales para decidir si se ha conformado el supuesto tal o cual y, por tanto, cuáles han de ser las consecuencias jurídicas. 

La doctrina científica puede decantar los conceptos generales de la regla legal y, de ese modo, aportar los elementos del concepto.  Los elementos subjetivos, los elementos objetivos, los elementos funcionales, etcétera.  Así, el juez puede acercarse a la determinación de la existencia o no de cualquier situación o supuesto normativo, a partir de la concurrencia o no de tres de cinco elementos, o de los dos principales de los tres que, por lo general, se estiman integrantes del concepto de la regla legal. Pero para decidir si se dan los dos, los tres o los “n” elementos no tiene más salida que apreciar los hechos y, acudiendo a su criterio, decidir. 

La decisión judicial, la sentencia, es eso: tender un puente, edificado sobre su criterio, entre los conceptos y sus elementos, por un lado, y los hechos y circunstancias del caso, por el otro. 

En el tender ese puente está la tercera pata del “trípode jurídico”.  La primera pata es la norma, la segunda son los hechos y la tercera, el criterio del juez que, metafóricamente hablando, amarra consigo, por uno de sus extremos, a las otras dos patas. 

La sentencia judicial, o más genéricamente, la decisión judicial, son impensables como no se subsuman los hechos como se aprecian por el juez, a la Ley y a la doctrina científica que la desarrolle.  Puede que toque al propio juez desarrollar el concepto en su sentencia porque, buscando criterios científicos más o menos generalmente reconocidos, no los encuentre.  Esto ocurre con más frecuencia en el mundo de la Common Law, pero no es impensable, ni mucho menos, en la tradición del Derecho Civil o Romano Germánica, como también se le ha llamado. 

Una decisión judicial es una forma proposicional en la que, siempre, debe poder reconocerse una estructura como la siguiente:

La Ley establece es supuesto “S”; con base en las pruebas, en mi opinión, el sujeto pasivo de la relación jurídico procesal ha actualizado dicho supuesto “S”, con lo cual las consecuencias son “A, B y C”.

Esto es así porque, cuando se llega al proceso jurisdiccional, ambas partes estiman que conocen los hechos y que entienden el significado y alcance de la Ley, pero ahí no hay “conocimiento” indiscutible ni “entendimiento” irrefutable.  Ahí hay dos opiniones divergentes. Tanto, que se entabla el pleito.

Pero el valor del tender ese puente, colgando de los pilotes del criterio judicial, es que cada miembro de la sociedad cuenta, desde el momento en que la sentencia se hace pública, con un elemento más para regir su conducta: en el caso “C”, teniéndose por probados tales y cuales hechos, el juez opinó así o asá. 

Y, entonces, el ciudadano se pregunta: ¿Estoy en la misma situación o en una situación muy parecida? Y se lo pregunta porque es de elemental sentido de justicia el colegir que, de llevar el asunto a juicio, la opinión del juez volverá a ser la misma. Cuando ya no es una opinión sino tres; no sólo tres, sino quince, la certeza jurídica surge.  Y todavía más sólida si los jueces, atendiendo a ese elemental sentido de justicia, al resolver se expresan reconociendo que, como debe ser, están haciendo propias opiniones de otros en el pasado, o reiterando sus propias opiniones anteriores, en vista de los mismos o de muy similares hechos.

Emerge así otro aporte fundamental del ordenamiento jurídico a la sociedad: la fusión, en la sentencia judicial que reitera una opinión establecida, de la certeza jurídica con la justicia.  Efectivamente, cuando a un conjunto análogo de hechos se les reconoce ubicados debajo de determinados conceptos de las reglas de la Ley y de las nociones de la doctrina científica, la opinión de los jueces reiterada a lo largo del tiempo contribuye con una moneda de gran valor cuyas dos caras son, ni más ni menos, que la certeza jurídica y la justicia.

También se produce otro efecto de singular importancia: los litigios disminuyen y los arreglos transaccionales aumentan.  Porque, ¿qué sentido puede tener llevar a juicio los mismos hechos, cuando diez veces antes se ha dicho que, a la luz de la Ley, generan determinadas y muy precisas consecuencias?  La sociedad se vuelve menos litigiosa y las conductas de los ciudadanos se pueden enmarcar mejor, con el objeto de buscar o de evitar dichas consecuencias (dependiendo de si son deseables o no).

En definitiva, sin la sentencia judicial o, para ser más precisos, sin las opiniones consistentes de los jueces vertidas con claridad en las sentencias judiciales, es imposible que los integrantes de cualquier sociedad puedan ordenar de modo racional y fructífero sus conductas, en pos de maximizar los frutos de sus vidas y de minimizar las pérdidas o castigos que deban sufrirse.  Podrán intentarlo valiéndose de las opiniones de personas más o menos doctas en el Derecho que, naturalmente, sólo podrán aportar sus pareceres sujeto a lo que, en definitiva, un tribunal de justicia pudiera decidir y, en esa medida, solamente reducen, pero no eliminan la falta de certeza legal.  Las opiniones de los jueces son la síntesis del Derecho y el medio por el que se difunden a la sociedad son sus decisiones, principal pero no exclusivamente, plasmadas en sus sentencias. 

 

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