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Apuntes teóricos para el estudio de la prueba
Lic. Julio César Cordón Aguilar

I. INTRODUCCIÓN: IMPORTANCIA DE LA PRUEBA EN EL PROCESO

El proceso, como es sabido, constituye el instrumento del que se vale la jurisdicción para actuar, dando solución al conflicto planteado, en el que las pretensiones de quienes requieren la decisión judicial se fundan en determinadas cuestiones fácticas que, según aducen, encuentran reconocimiento en el Derecho, y cuya tutela por parte del órgano jurisdiccional persiguen.

De esa cuenta, las partes que intervienen en el proceso formulan ante el juez o tribunal sus respectivas proposiciones de hecho y de derecho, es decir que exponen su propia versión de lo acontecido y, a partir de esta, invocan la calificación jurídica que a su parecer debe otorgarse, sosteniendo una pretensión específica.

Los hechos constituyen un elemento primordial en el proceso, por cuanto será sobre estos que recaerá la aplicación de la norma jurídica para concluir en la consecuencia que esta prevé y dar solución a la controversia. Para tales efectos, el tribunal habrá no solo de verificar que esos hechos coinciden con el supuesto fáctico que la norma contempla en forma abstracta, sino -y en primer lugar- determinar si esos hechos han acontecido en la realidad[1].

Las partes, además de formular al órgano jurisdiccional sus proposiciones sobre los hechos en que se funda el conflicto, ofrecen también los medios con los cuales persiguen su constatación, de forma que sea dable al juzgador formar su convicción y emitir una decisión que satisfaga las pretensiones deducidas.

Se evidencia así la importancia que tiene la prueba en el proceso, pues es esta -o su conjunto- el instrumento que permite al juez verificar que el supuesto fáctico alegado como fundamento del conflicto y recogido en la norma jurídica como presupuesto de la consecuencia prevista, efectivamente ha acontecido. Por ello ha afirmado Bentham (2003, p. 14), de manera ilustrativa, que “el arte del proceso no es, esencialmente, otra cosa que el arte de administrar las pruebas”.

La prueba hace posible que el juez se cerciore acerca de lo que ha ocurrido en el caso[2], y será a partir de esa constatación, al apreciar el elemento fáctico que ha dado origen al conflicto[3], que se encontrará en condiciones de determinar cuál es la norma de Derecho que deberá aplicar para resolverlo apropiadamente. En tal sentido, resulta evidente la importancia que para el proceso reviste la prueba, importancia que ha sido puesta de relieve reiteradamente por la doctrina.

Así, por ejemplo, Devis Echandía (2002, pp. 4-5) afirma que “la administración de justicia sería imposible sin la prueba”, pues si se careciera de ella, los derechos subjetivos de una persona serían simples apariencias, sin solidez y sin eficacia diferente de la que pudiera obtenerse por propia mano o por espontánea condescendencia de los demás; entonces, el Derecho se encontraría expuesto a su irreparable violación y el Estado no podría ejercer su función jurisdiccional para asegurar la armonía social.

Prieto-Castro (1985) considera que la prueba es un elemento fundamental en el proceso, pues se hace necesario que consten al juez, a fin de poder pronunciar su resolución, los hechos a los cuales la ley asocia las consecuencias jurídicas perseguidas por el demandante o evitadas por el demandado.

De la Plaza (1945, p. 510), por su parte, advierte que “si la prueba es una condición esencial para que un derecho pueda tener plena eficacia, gozar de él y no disponer de los medios de demostrarlo, lo constituye en prácticamente inoperante”.

Las citas anteriores destacan la trascendencia de la prueba como elemento imprescindible para asegurar el ejercicio de los derechos, especialmente en aquellos casos en los que exista duda sobre su titularidad y cuando el otorgamiento de la protección jurisdiccional dependa de la constatación previa de una determinada situación fáctica. Con ello se denota la importante función que la prueba cumple en el proceso, referida a formar la convicción del juez respecto de las afirmaciones y negaciones que las partes formulan.

En concordancia con lo señalado, y partiendo de las ideas expuestas por la doctrina, se intentará determinar tres cuestiones concretas con relación a la prueba: su concepto, su finalidad y su objeto[4], como elementos centrales que permiten entender de mejor manera la actividad probatoria desplegada en toda clase de procesos[5].

 

II. EL CONCEPTO DE PRUEBA

Probar es una actividad que se desarrolla no solo en el contexto de un proceso judicial. En efecto, en el día a día los seres humanos se ven ante la necesidad de probar sus afirmaciones o negaciones. Es así como la palabra “prueba” es utilizada no solo en el campo jurídico, sino en diversos aspectos de la vida cotidiana.

Es un concepto que trasciende del Derecho, pues, como indica Serra Domínguez (1991), la imperfección y limitaciones del ser humano hacen necesaria una continua comprobación de las distintas afirmaciones que son sometidas a consideración del propio hombre.

En cuanto al uso del término en el lenguaje común (refiriéndose al que excede del campo jurídico), es Carnelutti (1982) quien señala que “probar” significa demostrar la verdad de una proposición afirmada, y que “prueba” se usa como comprobación de la verdad de esa proposición.

En lo que respecta al ámbito jurídico, ha quedado previamente establecida la importancia que la prueba tiene en el proceso. A partir de ello, resulta pertinente referirse al carácter eminentemente procesal del Derecho probatorio, entendido como el conjunto de principios y normas jurídicas que se ocupan de la prueba como actividad inmersa en la dinámica del proceso, siendo precisamente en este, y no fuera de él, que aquella actividad cumple su finalidad.

En tal sentido, explica Ramos Méndez (2008) que el legislador de finales del siglo XIX trató de distinguir las reglas del procedimiento probatorio, comprendidas en la ley procesal, de las reglas de valoración de la prueba, contenidas en leyes sustantivas; sin embargo, estas últimas solo tenían razón de ser en un juicio. Lo lógico, por ende, era unificar el tratamiento de la prueba en el campo donde cobran su verdadera razón de ser: el de los juicios, debiendo recogerse su regulación, en concordancia con su naturaleza, en normas procesales, como hasta el momento se ha intentado hacer.

Aun en aquellas legislaciones en las que determinados cuerpos normativos de carácter sustantivo (leyes civiles o mercantiles, por ejemplo) regulan las formas como pueden probarse los actos y contratos, estas normas no pierden su carácter procesal, pues están dirigidas al juez que se encuentre en la situación de tener que resolver si esos actos o contratos existieron y cuáles son sus características. Asimismo, si son las partes quienes optan por actuar de acuerdo a lo que indica la norma, con el objeto de evitar el litigio, lo hacen previendo que el juez exigirá su cumplimiento, en caso de tener que acudir al proceso[6].

Ahora bien, con el fin de establecer un concepto de prueba en su aspecto jurídico, es decir, un concepto de prueba procesal o judicial, distintos autores han relacionado esta, entre otras cuestiones, con la actividad dirigida a proporcionar al juez los datos necesarios para constatar la veracidad de las afirmaciones de las partes, con los datos e informaciones que se le proporcionan o con el resultado de aquella actividad.

 

1. Elementos del concepto

Devis Echandía (2002) presenta una amplia exposición de los distintos puntos de vista que se han formulado para elaborar el concepto de prueba, siguiéndose aquí, a grandes rasgos, el resultado de su obra.

En primer lugar, basándose en un criterio objetivo, ciertos autores han restringido la noción de prueba a los hechos que sirven de prueba a otros hechos.

Bentham (2003, p. 23), por ejemplo, señala: “¿Qué es una prueba? En el más amplio sentido de esa palabra, se entiende por tal un hecho supuestamente verdadero que se presume debe servir de motivo de credibilidad sobre la existencia de otro hecho. Por lo tanto, toda prueba comprende al menos dos hechos distintos: uno, que se puede llamar el hecho principal, o sea aquel cuya existencia o inexistencia se trata de probar; otro denominado hecho probatorio, que es el que se emplea para demostrar la afirmativa o la negativa del hecho principal. Toda decisión fundada sobre una prueba actúa, por tanto, por vía de conclusión: Dado tal hecho, llego a la conclusión de la existencia de tal otro.”

En palabras de Devis Echandía, la noción hace referencia a lo que sucede en el contexto de la prueba indiciaria o, según su parecer, a aquellos objetos que sirven de prueba, como ocurre con el documento.

Así las cosas, el concepto que propone Bentham se restringe a una de las vías mediante las cuales puede tenerse por corroborado un hecho en el proceso, centrándose en la denominada “prueba indirecta”, que permite establecer la constatación de un hecho desconocido en virtud del nexo lógico, preciso y directo que le une con un hecho conocido, a partir del cual se logra concluir en su acaecimiento.

De lo anterior se desprende que el concepto expuesto es limitado y no abarca la labor de verificación originada a raíz de los datos resultantes de la práctica de las llamadas “pruebas directas”, cuya valoración, a cargo del juez, le permite concluir en la acreditación o no de las proposiciones fácticas formuladas por las partes, y sin que exista un hecho previamente probado a partir del cual sea dable establecer la existencia de otro.

Un segundo punto de vista, más general, pero también objetivo, ha sido el que entiende por prueba todo medio que sirve para conocer cualquier cosa o hecho, todo medio útil para formar la certeza judicial, incluidos hechos, objetos y actividades (Devis Echandía, 2002).

Del Giudice (1885), en primer término, entiende que la prueba compone los medios que el legislador, fundado en la lógica y en la experiencia, considera propios y adecuados para el esclarecimiento de la verdad de los hechos.

En su sentido objetivo, indica Fenech (1982), las pruebas se conciben como aquellos elementos o medios utilizados para reconstruir la realidad pasada, igual que el historiador construye la historia mediante los vestigios que ha dejado la acción del hombre.

Asimismo, Rosenberg (1955) señala que la palabra “prueba” no significa únicamente la actividad probatoria, sino también el medio de prueba, entre otras acepciones.

Al respecto, las posturas limitan el concepto a la noción de medios de prueba, un componente básico de la prueba, pero no el único[7]. Con ello, se fijan tan solo en el aspecto objetivo o formal, sin atender al aspecto subjetivo, referido al resultado buscado u obtenido mediante estos en la persona del juzgador y a qué es lo que los medios de prueba aportan al proceso para lograr dicho resultado.

De acuerdo a un tercer punto de vista, se ha pretendido equiparar la prueba, basándose en un criterio eminentemente subjetivo, al resultado que con ella se obtiene, es decir, a la convicción que se produce en la mente del juzgador sobre la realidad o verdad de los hechos que configuran el litigio (Devis Echandía, 2002).

Alsina (1961) indica que, en ocasiones, la palabra “prueba” designa el estado de espíritu producido en el juez por los medios aportados. En igual sentido, señala Prieto-Castro (1985) que con el término “prueba” se indica, además de otras acepciones, el resultado de la actividad probatoria.

Por su parte, De Pina (1942) afirma que por prueba se expresa, entre otros significados, el grado de certidumbre que operen en el entendimiento del juez los elementos de convicción.

Según Devis Echandía (2002), tanto el punto de vista subjetivo como el objetivo son imprescindibles en el lenguaje jurídico procesal, pues no es posible desligar la noción de prueba de los medios utilizados para suministrarla ni tampoco de la finalidad o resultado perseguido con ella.

De esa cuenta, la tercera noción citada omite ese aspecto objetivo, cuya inclusión se requiere para la formulación de un concepto que permita apreciar, a cabalidad, qué es prueba y qué se entiende comprendido en ella.

Surge así un cuarto punto de vista, como síntesis de las anteriores ideas, en el que se combina el concepto objetivo de medios de prueba, tomados en su conjunto, con el concepto subjetivo del resultado que se obtiene en la mente del juzgador.

Así las cosas, entre otros autores que acogen este punto de vista, para Guasp (1998, p. 301), la prueba es “el acto o serie de actos procesales por los que se trate de convencer al Juez de la existencia o inexistencia de los datos lógicos que han de tenerse en cuenta en el fallo”. Del concepto que ofrece el procesalista español se aprecian los aspectos objetivo y subjetivo de la prueba; el primero, referido a esos actos procesales mediante los cuales se incorporan las fuentes de prueba al proceso, y el segundo, comprendido en la obtención del convencimiento, en la mente del juzgador, acerca de la veracidad de una afirmación o de una negación.

A decir de Devis Echandía (2002), es este punto de vista mixto el que goza de mayor número de partidarios y el único que presenta una noción integral de la prueba. No obstante, añade que existen dos puntos de vista más, los que de antemano califica de “jurídicamente inapropiados” y que se explican de la manera siguiente: a) el primero, basado en el aspecto objetivo, pero no apreciando al medio de prueba o al hecho que sirve para probar, sino identificando la prueba con la materia que debe probarse o el objeto de la prueba; y b) el otro, que refiere por prueba la actividad de comprobación de los sujetos procesales o de terceros y el procedimiento en que se desarrolla la prueba, confundiéndola con la manera de producirla y apreciarla en el proceso.

En cuanto a ese segundo punto de vista, explica el tratadista que “se dice que las partes ‘hacen o producen la prueba’ o que el juez ‘ordena, practica y aprecia o valora la prueba’, para referirse, no a los medios llevados al proceso o valorados por el juez, sino a la actividad de producción o apreciación [es decir, prueba será la producción o la valoración de los medios de prueba, no esos medios propiamente dichos ni el resultado que con esas actividades se obtenga]; sin embargo, bien pueden entenderse estas frases, con mejor técnica, aplicándolas a los medios o motivos de prueba aportados al proceso para obtener el convencimiento del juez sobre los hechos y a la valoración de aquellos para adoptar la decisión” (pp. 18-19).

Como corolario, el autor cuya obra se ha citado en este apartado, apoyándose en las ideas de Florián[8], señala que son tres los elementos que componen la noción de prueba: a) su manifestación formal, traducida en los medios que permiten llevar al juez el conocimiento de los hechos; b) su contenido sustancial, es decir, las razones, motivos o justificaciones que se deduzcan de los medios -las afirmaciones instrumentales, como son definidas en ocasiones- para constatar la veracidad o no de la afirmaciones iniciales de las partes; y c) su resultado subjetivo, que es el convencimiento que se pretende u obtiene en la mente del juzgador. Cabe señalar que el primer aspecto es perfectamente separable de los otros dos, para distinguir así lo que se entiende por medio de prueba propiamente dicho.

Devis Echandía, haciendo tal distinción, explica: “De esta manera se tiene que, en sentido estricto, por pruebas judiciales se entienden las razones o motivos que sirven para llevarle al juez el convencimiento o la certeza sobre los hechos; y por medio de prueba, los elementos o instrumentos (testimonio, documentos, etc.), utilizados por las partes y el juez, que suministran esas razones o esos motivos (es decir, para obtener la prueba). Puede existir un medio de prueba que no contenga prueba de nada, porque de él no se obtiene ningún motivo de certeza.” (p. 20). Concluye indicando el tratadista que por prueba judicial, en sentido general, se entiende tanto los medios como las razones o los motivos contenidos en ellos; en consecuencia, añade, una definición que pretenda dar un concepto amplio de la prueba debe incluir ambos puntos de vista.

El planteamiento reitera los distintos elementos que deben estar incluidos en el concepto de prueba, en congruencia con lo que sostiene la doctrina mayoritaria en la actualidad. Montero Aroca (2007, p. 60), por ejemplo, conceptualiza la prueba como “la actividad procesal que tiende a alcanzar la certeza en el juzgador respecto de los datos aportados por las partes, certeza que en unos casos se derivará del convencimiento psicológico del mismo juez y en otros de las normas legales que fijarán los hechos”.

Sin coincidir en las palabras, el concepto alude a los tres elementos fundamentales de que se ha hablado: a) la manifestación formal de la prueba: la actividad procesal, traducida en los procedimientos empleados para aportar al juez los elementos útiles para formar su convicción; b) su resultado subjetivo: la certeza del juzgador, es decir, su convencimiento acerca de la constatación o no del enunciado fáctico en que se funda el proceso; y c) su contenido sustancial: los motivos o razones que resulten de aquella actividad procesal, los que si bien no se encuentran expresamente incluidos en el concepto, será precisamente a partir de ellos que el juez formará su convicción.

Es obvio que la idea del autor se refiere a la prueba en el proceso civil, como lo evidencia el título de la obra de la que fue extraída; sin embargo, respecto del proceso penal, para la validez del concepto bastaría solo con omitir la alusión a la posibilidad de que la certeza del juzgador provenga de lo establecido en las normas legales, por cuanto en este no rige, a diferencia de aquel, el sistema de valoración de la prueba legal o tasada.

Maier (1989, p. 579), refiriéndose al proceso penal, señala que la prueba es un concepto que es la síntesis de varios aspectos, el que en términos generales se entiende como “todo aquello que, en el procedimiento, representa el esfuerzo por incorporar los rastros o señales que conducen al conocimiento cierto o probable de su objeto”.

Gimeno Sendra (2007, p. 671), por su parte, se refiere a actos de prueba, los que, a su parecer, constituyen “la actividad de las partes procesales, dirigida a ocasionar la evidencia necesaria para obtener la convicción del juez o tribunal decisor sobre los hechos por ellas afirmados, intervenida por el órgano jurisdiccional bajo la vigencia de los principios de contradicción, igualdad y de las garantías constitucionales tendentes a asegurar su espontaneidad e introducida en el juicio oral a través de medios lícitos de prueba”. Para construir el concepto, el autor aprecia no solo la actividad de las partes, sino también la intervención del órgano jurisdiccional, dirigida a asegurar la observancia de los principios rectores del proceso y, particularmente, de la actividad probatoria.

Para Gómez de Liaño (2004, p. 323), la prueba, en el contexto del proceso penal, es “aquella actividad que han de desarrollar las partes acusadoras en colaboración con el Tribunal al objeto de desvirtuar la presunción de inocencia”.

Tomé García (2007, p. 475) explica que la prueba es “la actividad procesal, de las partes y del juzgador, dirigida a formar la convicción de este último sobre la verdad o certeza de los hechos afirmados por las partes, que se desarrolla, fundamentalmente, en el juicio oral”.

Asimismo, según Armenta Deu (2003, p. 253), la prueba en el proceso penal es “aquella actividad encaminada a procurar la convicción del juez sobre los hechos afirmados por las partes en sus escritos de calificaciones”.

Los conceptos expuestos hacen evidente que la prueba es, en una primera apreciación, verdadera actividad[9]. Ramos Méndez (2008) es claro al explicar que el punto en que coinciden los autores en torno al concepto de prueba es, precisamente, de que se trata de una actividad incardinada en un litigio.

Pero esa actividad no se limita a la noción de mero acto procesal sin más, sino que se trata de una actividad con un fin específico: lograr la convicción del juez respecto de las afirmaciones o negaciones, en su caso, formuladas por las partes. De ahí que, de antemano, se excluyan conceptos que pretendan incluir como finalidad de esta la búsqueda de la verdad, como se tendrá oportunidad de profundizar al tratar el tema.

En tal sentido, existen dos elementos que sirven de punto de partida para elaborar un concepto de prueba judicial: a) la actividad procesal (el aspecto objetivo, es decir, su manifestación formal) con un fin; y b) la finalidad que se persigue, que no es otra que lograr la convicción judicial (su resultado subjetivo) acerca de la veracidad de las afirmaciones o negaciones propuestas por las partes, sobre la base de los motivos o razones (su contenido sustancial) que se desprendan de los medios de prueba practicados[10].

 

2. La prueba como actividad: iniciativa probatoria del juez

Cuando se habla de la prueba como actividad procesal, cabe indagar si se trata de actos de parte, del órgano jurisdiccional o de ambos. Así, en lo que atañe a los sujetos inmersos en el conflicto, no existe mayor controversia al respecto, pues es obvio que la actividad probatoria es, fundamentalmente, un acto de parte.

En cuanto al proceso civil, no cabe duda que rige el principio de aportación de parte, en virtud del cual corresponde a las partes en contienda proponer al juez los medios de prueba necesarios para que este asuma su decisión (Bonet Navarro, 2009); no obstante, la prueba de oficio podrá practicarse cuando excepcionalmente lo autorice la ley[11].

Ahora bien, en lo que concierne al proceso penal, mucho se ha discutido sobre las facultades conferidas a los órganos jurisdiccionales para disponer, sin instancia de parte, diligencias de prueba, es decir, ordenar la práctica de los distintos medios de prueba[12].

Por ejemplo, Ruiz Vadillo (1994, p 226), al aludir a las sentencias construidas sobre pruebas incorporadas al proceso a iniciativa del juez, señala: “Puede suceder y es una posibilidad que hay que excluir, que la decisión esté ya incorporando un prejuicio: es una prueba para absolver o es una prueba para condenar y hay que evitarlo.” También Martínez Arrieta (1994) se refiere al cuestionamiento que cabe hacer a la actuación jurisdiccional en la que los jueces interrogan a las partes, pues, según el sentido en que se formulan las preguntas, aquel puede prejuiciar su resolución, vulnerando su posición imparcial y, consecuentemente, el principio acusatorio.

Por el contrario, Gimeno Sendra (2007) es partidario de reconocer al órgano jurisdiccional facultades para ordenar prueba de oficio. Asimismo, según Barona Vilar (2007), si los datos sobre los que versa la prueba penal han sido aportados al proceso y el juez ha tenido conocimiento de estos, pudiendo ser el caso que del mismo proceso surjan fuentes de prueba que se hallen directa o indirectamente relacionadas con estos datos, nada impide que el juzgador utilice, de oficio, los medios de prueba para otorgar eficacia procesal a esas fuentes. Para la autora, prueba es “actividad procesal de las partes (de demostración) y del juez (de verificación) por la que se pretende lograr el convencimiento psicológico del juzgador acerca de la verdad de los datos allegados al proceso” (pp. 295-296).

Por su parte, Tomé García (2007) señala que, a diferencia del proceso civil, en el que corresponde a las partes la iniciativa probatoria, aunque se reconoce excepcionalmente al tribunal una cierta iniciativa, en el procesal penal, regido por el principio de oficialidad y en el que se persigue la verdad material de los hechos, la prueba no es actividad exclusiva de las partes.

Así las cosas, podría afirmarse que la discusión ha girado en torno a los postulados de los sistemas acusatorio e inquisitivo, a los que se suma el sistema mixto o acusatorio formal de proceso penal.

En un primer escenario, el sistema acusatorio puro, con el fin de preservar la imparcialidad del órgano jurisdiccional, niega a este facultades para ordenar, de oficio, la práctica de prueba, pues su función se circunscribe, exclusivamente, al ejercicio de la potestad jurisdiccional, esto es, a juzgar, actividad que ha de desarrollar sobre la base de las afirmaciones y medios de prueba que aporten las partes.

La pasividad del órgano jurisdiccional, afirma Díaz Cabiale (1996), omitiendo practicar actuaciones que no implican el ejercicio específico de la potestad jurisdiccional, no se hace por preservar intereses de naturaleza privada (de las partes solamente), argumento propio del proceso civil, sino porque “así se salvaguarda el interés público consistente en una mejor defensa de los derechos del imputado”, en especial, mediante la imparcialidad del tribunal (p. 228).

No obstante, la regulación actual en materia procesal penal en distintos países (entre los que se encuentran España, Portugal, Francia, Italia y Alemania[13]), permite al tribunal ejercer determinadas facultades de oficio para traer al proceso mayores elementos probatorios que le permitan dictar su fallo[14]. De esa cuenta, la atribución a la prueba por el ordenamiento procesal de una finalidad consistente en la búsqueda de la verdad -criterio que, como se analizará en su oportunidad, se aprecia inapropiado-, hace plausible el otorgamiento de facultades que son ejercidas oficiosamente por el órgano jurisdiccional.

En tal sentido, es precisamente la iniciativa probatoria del juez uno de los elementos que configuran el sistema mixto de proceso penal, como elemento extraído del sistema inquisitivo, en contraposición al sistema acusatorio, en el que, como se ha expuesto, la actividad probatoria es instada y practicada tan solo por las partes[15].

En el ámbito de la jurisprudencia, cabe señalar que en años anteriores, el Tribunal Supremo español (TS) en distintos pronunciamientos admitió, sin mayor recelo y basándose en el fin de búsqueda de la verdad del proceso penal, la validez acerca del ejercicio de tales potestades[16].

Sin embargo, en otras resoluciones, con un criterio abiertamente opuesto, el TS se mostró renuente a reconocer a los órganos jurisdiccionales facultades para decretar, de oficio, la práctica de medios de prueba, justificando su decisión en el signo contrario que estas denotan respecto de los postulados del principio acusatorio, contradicciones que, según manifestó en su oportunidad, van en detrimento del derecho de defensa de las partes[17].

Ahora bien, en posteriores pronunciamientos, el TS se ha inclinado por reconocer tales facultades, aunque no con la amplitud que supondría la literalidad del texto legal, al punto que ha logrado concretar los límites dentro de los cuales debe actuar el órgano jurisdiccional para acordar de oficio diligencias de prueba sin vulnerar preceptos constitucionales, como se indica en la STS 8855/2002, de 26 de diciembre:

Con arreglo a la mencionada jurisprudencia de esta sala, vacilante e incluso contradictoria en ocasiones, […] podemos afirmar que esta facultad de las audiencias y juzgados, para acordar de oficio diligencias de prueba conforme a lo dispuesto en este nº 2º del art. 729 LECr, no vulnera precepto constitucional alguno, siempre que se respeten las limitaciones siguientes: 1ª. Estas pruebas han de tener por objeto los hechos recogidos por las partes en sus escritos de calificación, porque el órgano jurisdiccional no está autorizado a ampliar el objeto fáctico del debate. El principio acusatorio reduce el objeto del proceso a aquellos hechos alegados por las partes. Esta primera limitación se encuentra en el propio texto de este art. 729.2º que estamos examinando. 2ª. Han de encontrarse en las actuaciones las fuentes de esa prueba cuya práctica acuerda de oficio el tribunal. Si este obrara de otro modo, por conocimiento personal suyo, por ejemplo, lo haría de forma inquisitiva y entonces sí podríamos decir que había perdido su imparcialidad. 3ª. Por último, no solo ha de practicarse esta prueba con respeto a los principios que rigen el acto solemne del juicio oral donde ha de celebrarse (oralidad, publicidad, inmediación y contradicción), sino que en particular ha de permitirse a las partes que propongan nueva prueba destinada a contradecir aquella ordenada de oficio por el tribunal.

Conforme a la citada sentencia, los límites dentro de los cuales debe actuar el tribunal, para acordar de oficio la práctica de la prueba, pueden resumirse así: a) que las pruebas no conlleven la ampliación del objeto fáctico del proceso, pues el principio acusatorio reduce este a los hechos alegados por las partes, no correspondiendo tal función al órgano jurisdiccional; b) las fuentes de la prueba cuya práctica se acuerde de oficio deben encontrarse en las actuaciones, pues si devinieran del conocimiento privado del juzgador actuaría de manera inquisitiva, en perjuicio de la imparcialidad que debe caracterizarle; y c) la práctica de la prueba debe llevarse a cabo con respeto a los principios de oralidad, inmediación, publicidad y contradicción, permitiendo a las partes que propongan nueva prueba para contradecir la que sea ordenada por el tribunal[18].

Armenta Deu (2003), luego de analizar las posturas originales sostenidas por la máxima instancia de jurisdicción ordinaria en el orden penal en España (una a favor y la otra rotundamente en contra), resalta la existencia de este tercer criterio, mediante el cual se asume la validez de las facultades para disponer de oficio la prueba si se dirige “no a probar la existencia de hechos, sino a contrastar o verificar la prueba sobre ellos, es decir, a contrastar si la prueba es fiable” (p. 244).

En conclusión, puede afirmarse que la utilización de las facultades jurisdiccionales para acordar de oficio diligencias de prueba deberá encaminarse a constatar o verificar la prueba sobre los hechos, teniendo como límite concreto los enunciados fácticos introducidos por las partes; para ello, el órgano jurisdiccional habrá de tomar como base los propios datos que surjan de la causa, velando, en todo momento, porque se respeten los principios de contradicción, oralidad, inmediación y publicidad, así como el derecho de defensa de las partes que intervienen.

De esa cuenta, le está vedado al tribunal ejercer dichas facultades con la intención de instruir una actividad inquisitiva encubierta, averiguando por su propia iniciativa lo que no ha sido planteado por las partes o supliendo en su función a estas, dado el inminente perjuicio que ello supondría a la garantía de imparcialidad que debe informar a la función jurisdiccional, así como a la observancia irrestricta del derecho de defensa. De ahí que el concepto de prueba, conforme a la normativa vigente, no resulte erróneo al incluir dichas facultades del juzgador. Sin embargo, se reitera que estas facultades habrán de ser utilizadas con suma cautela y mesura, es decir, con el único fin de aclarar determinado aspecto puntual que se estime necesario y siempre que con ello no se afecten los derechos reconocidos a las partes; en otras palabras: “siempre que se respeten los principios de igualdad y contradicción y no se confunda el papel del órgano jurisdiccional con el de la acusación”[19], evitando que este emprenda, con iniciativas probatorias, “una actividad inquisitiva encubierta”[20].

Por otro lado, fuera de estas facultades, es evidente que el órgano jurisdiccional desarrolla una importante función en la actividad procesal referida a la prueba.

Así, además de ser el controlador de la actividad de las partes, decidiendo sobre la admisibilidad o no de la prueba, participa también en su práctica dirigiendo la diligencia (en congruencia con el principio de inmediación), situación que se aprecia en su máxima expresión en el reconocimiento judicial (inspección ocular, en los términos de la Ley de enjuiciamiento criminal española), como medio de prueba en el que el juez percibe directamente, sin intermediarios, los elementos útiles para formar su convicción que puedan surgir de los lugares, objetos o personas sometidos a reconocimiento.

Aunado a lo anterior, será el juez, como sujeto al que se dirige la prueba, el que verificará si las afirmaciones de las partes coinciden con la realidad, comparando las afirmaciones instrumentales resultantes de los medios de prueba con aquellas propuestas inicialmente en la causa (Miranda Estrampes, 1997).

La descrita es una actividad a cargo exclusivamente del juez, de crucial importancia para la prueba, pero no la única como para limitar a esta el concepto pretendido[21].

En el concepto de prueba, por ende, habrán de entenderse comprendidas, por un lado, la actividad de las partes, traducida en la aportación al proceso de las fuentes de prueba por vía de los distintos medios de prueba y, por el otro, las actividades que quedan a cargo del juez, sea en su función controladora del quehacer de aquellas, sea en su labor, propia y exclusiva, tanto de valoración de los datos que dichos medios arrojan, como de determinación de las conclusiones que, sobre la base de estos, le llevan a formar su convicción. Lo anterior, claro está, sin perjuicio de las facultades que el orden legal confiera a los órganos jurisdiccionales para disponer de oficio la práctica de medios de prueba, debiendo proceder, como en todas sus actuaciones, con absoluto respeto a los principios y garantías inherentes al debido proceso.

En consecuencia, es dable formular un concepto de prueba en los términos siguientes: actividad procesal desarrollada por las partes y por el juzgador, dirigida a lograr la convicción en la mente de este último respecto de la veracidad de las proposiciones fácticas formuladas por aquellas, convencimiento que se alcanzará a partir de los datos y motivos que se deriven de los distintos medios de prueba practicados. Resta solo acotar que para aquellos procesos en los cuales la ley contempla el sistema de valoración de la prueba legal o tasada, como es el caso del proceso civil, serán también las normas procesales correspondientes las que determinarán cuándo el juez ha alcanzado ese grado de convicción[22].

 

III. LA FINALIDAD DE LA PRUEBA

Se hace preciso ahondar un poco más a efecto de identificar la finalidad que persigue la prueba procesal, es decir, determinar para qué se prueba en el proceso. En ese sentido, cabe anotar que han sido varias las teorías que han pretendido explicar esa finalidad, las que se intenta resumir a continuación.

En un primer escenario, algunos autores consideran que la finalidad de la prueba es la averiguación de la verdad de un hecho. Para Ricci (1880), por ejemplo, la prueba no es un fin en sí mismo, sino un medio dirigido al descubrimiento de la verdad.

Framarino dei Malatesta (1930, pp. 101-102), al respecto, explica: “Así como las facultades de la percepción son las fuentes subjetivas de la certeza, así las pruebas son el modo de manifestación de la fuente objetiva que es la verdad. La prueba es, pues, en este respecto, el medio objetivo por el cual la verdad llega al espíritu; […] la prueba, pues, en general, es la relación concreta entre la verdad y el espíritu humano en sus especiales determinaciones de credibilidad, de probabilidad y de certeza.”

Clariá Olmedo (1966, p. 5), por su parte, señala que el proceso “tiende a la adquisición de la verdad para aceptar o rechazar las afirmaciones fácticas en cuanto coincidentes o no con la realidad histórica, y ese descubrimiento de la verdad se obtiene mediante la prueba de los hechos introducidos como inciertos al proceso para integrar el aspecto material de la imputación o de la resistencia a ella”. Asimismo, para Martínez Silva (1947, p. 21) probar es “establecer la existencia de la verdad”, definiendo las pruebas como “los diversos medios por los cuales la inteligencia llega al descubrimiento de la verdad”.

Es lógico que una teoría de tal naturaleza traslada los problemas inmersos en la filosofía, relativos a las teorías sobre la verdad, al ámbito del Derecho procesal[23].

De esa cuenta, la búsqueda de la verdad ha sido calificada como fin inalcanzable, y así lo reconoce cierta parte de la doctrina.

Guasp (1998), por ejemplo, señala que la orientación que define la prueba como aquella actividad que propone demostrar la verdad o falsedad de una afirmación, si bien arranca de un punto de vista sólido, ofrece el inconveniente de su imposibilidad práctica, puesto que la real obtención de una demostración de este tipo es teórica y prácticamente imposible.

Asimismo, Montero Aroca (2007) indica que la aspiración por descubrir la verdad se aprecia, en la actualidad, como demasiado ambiciosa, no solo por las limitaciones con que se encuentra el hombre para alcanzar verdades que puedan calificarse de absolutas, sino porque también debe asumirse que el proceso responde a toda una serie de principios tan importantes como el de la búsqueda de la verdad, entre los que menciona la condición de tercero del juez, la contradicción, el derecho de defensa y la igualdad de las partes.

La propia legislación no ha escapado a la idea de la búsqueda de la verdad como finalidad de la prueba, encontrando, como ejemplos, las disposiciones contenidas en el artículo 726 de la Ley de enjuiciamiento criminal española. Sin embargo, como apunta Miranda Estrampes (1997), de considerar a la verdad como finalidad de la prueba se admitiría, entonces, que esta tiene un fin “inalcanzable o irrealizable”.

Con el objeto de superar la discusión, los teóricos alemanes, entre quienes se incluían a Von Canstein, Pagenstecher, Wach y otros, distinguieron entre verdad formal y verdad material (Serra Domínguez, 1969).

A ese respecto, es ilustrativa la diferenciación que entre ambas clases de verdad hace Silva Melero (1963, p. 39), quien señala: “Por verdad material se entiende la certeza histórica adquirida en el proceso por medio de uno o varios medios de prueba, cuyo resultado debe ser apreciado por el juez con absoluta libertad de criterio, sea que las partes faciliten el material probatorio o que el propio juez supla con su iniciativa las lagunas de la instrucción. Por verdad formal, al contrario, se entiende la certeza adquirida en el proceso, no a través de una crítica libremente ejercida sobre los resultados de la prueba por el órgano judicial, sino en virtud de un sistema legal de fijación definitiva de hechos, es decir, en virtud de un conjunto de normas imperativas, las cuales, supliendo la libertad judicial de valoración, vinculan al juzgador a tener por ciertos los hechos concretos demostrados, en el modo y forma correspondientes a la hipótesis prevista en abstracto por aquellas normas. Por eso se ha propuesto sustituir el término de verdad material por la expresión ‘certeza jurídica judicial’, y el de verdad formal, por el de ‘certeza histórica legal’.”

Así, con la connotación anterior se pretendió diferenciar la actividad probatoria desarrollada en el proceso penal, de aquella propia del proceso civil, debido, especialmente, a la diversa naturaleza de los derechos materiales tutelados en uno y otro.

Conforme a esa distinción, según los defensores de esta teoría, en el proceso penal se busca la verdad material, mientras que en el proceso civil es la verdad formal el fin perseguido, debiendo tomar en cuenta las distintas reglas que en materia probatoria rigen en cada uno, especialmente que en este último, a diferencia del primero, se contempla aun el sistema de valoración de la prueba legal o tasada[24].

En armonía con esta teoría, el fin de la prueba en el proceso civil, según apunta con sentido crítico Serra Domínguez (1969), no sería hallar la verdad material, sino encontrar algo que no es verdad, pero que debe ser considerado como tal: la verdad formal.

Así, la teoría que asigna a la prueba el fin de establecer la verdad, a decir de Devis Echandía (2002), es inaceptable, pues el resultado de la prueba puede no corresponder a la verdad, a pesar de llevarle al juez el convencimiento necesario para fallar.

Como corolario, la verdad resulta un fin imposible de alcanzar en el proceso, entendiéndose que no es factible pretender llegar a ella mediante la prueba. En tal caso, ante las conclusiones a que se arribe, quedaría siempre la duda de si, con la actividad procesal, se ha alcanzado la verdad de los hechos o si, por el contrario, tan solo se ha logrado persuadir al juzgador.

Carnelutti (1982) criticó duramente la idea de dos clases de verdad. En efecto, según advertía, “la verdad es como el agua: o es pura, o no es verdad”, añadiendo que si la búsqueda de la verdad material está limitada de tal modo que no puede ser conocida en todo caso y con cualquier medio, el resultado es siempre que no se trata ya de una búsqueda de la verdad material, sino de un proceso de fijación formal de los hechos. Asimismo, señaló: “La verdad no puede ser más que una, de tal modo que, o la verdad formal o jurídica coincide con la verdad material, y no es más que verdad, o discrepa de ella, y no es sino una verdad, de tal modo que, sin metáfora, el proceso de búsqueda sometido a normas jurídicas que constriñen y deforman su pureza lógica, no puede en realidad ser considerado como un medio para el conocimiento de la verdad de los hechos, sino para una fijación o determinación de los propios hechos, que puede coincidir o no con la verdad de los mismos y que permanece por completo independiente de ellos.” (pp. 21 y 25).

Con su teoría, el profesor italiano refiere que la finalidad de la prueba es la fijación formal de los hechos. A decir de Miranda Estrampes (1997), esta segunda teoría pretendía encontrar una finalidad común a los sistemas de valoración de la prueba legal o tasada y de libre convicción; sin embargo, se corre el riesgo de plantear una teoría excesivamente formalista, al punto de “configurar el proceso y la prueba como instituciones que prescinden de la realidad de los hechos, como si esa realidad careciera de importancia y el juez se encontrara de espaldas a ella” (p. 45).

La idea de Carnelutti ha sido calificada de positivista, desconectando al proceso con la realidad. Para Devis Echandía (2002), por ejemplo, se deja el problema sin resolver, pues de lo que se trata es de saber, precisamente, cuándo quedan esos hechos fijados en el proceso: si cuando se ha verificado la verdad en ellos, o simplemente, cuando la certeza o el convencimiento sobre tales hechos se ha producido, ya sea, en la mente del juez, o de acuerdo con la tarifa legal.

En suma, la teoría de Carnelutti parece no explicar a cabalidad cuál es la finalidad de la prueba, pues no se logra comprender si la fijación formal de los hechos deviene de que el juez ha logrado alcanzar la verdad o de que ha logrado convencerse de la veracidad de las afirmaciones formuladas con base en los medios de prueba, o si, por el contrario, es la norma jurídica la que determina cuándo se fijan esos hechos.

A partir de la idea de que la verdad es un concepto ontológico que corresponde al ser mismo de la cosa o del hecho y que exige la identidad de este con la idea o conocimiento que de él se tenga, cuestión que puede ocurrir o no en el proceso a pesar de que el juez considere que existe prueba suficiente[25], surgió la teoría que asigna a la prueba la finalidad de producir en este la certeza o el convencimiento sobre los hechos que se pretende demostrar, convicción que puede corresponder con la realidad o no, equivaliendo así a la creencia subjetiva del juzgador de que aquellos hechos existieron o no.

Entre los autores que sostienen esta postura se ubica Chiovenda (2005), para quien “probar” significa crear el convencimiento del juez sobre la existencia o la no existencia de hechos de importancia en el proceso.

Guasp (1998), por su parte, se pronunció haciendo ver la posibilidad de superar la controversia si se ve en la prueba “no una actividad sustancialmente demostrativa ni de mera fijación formal de los datos, sino un intento de conseguir el convencimiento psicológico del Juez con respecto a la existencia o inexistencia, la veracidad o la falsedad de los datos mismos, por lo cual el sentido fundamental de los actos de prueba que sirve para definirlos ha de venir dado en función de la obtención de esta convicción psicológica del Juzgador: la prueba será, por lo tanto, el acto o serie de actos procesales por los que se trata de convencer al juez de la existencia o inexistencia de los datos lógicos que han de tenerse en cuenta en el fallo” (pp. 300-301).

Para Couture (1993), en su sentido procesal, la prueba es un “medio de verificación de las proposiciones que los litigantes formulan en el juicio”, y desde el punto de vista de las partes es, además, una forma de crear la convicción del magistrado, cuyo convencimiento depende, de manera muy especial, de la actividad probatoria de aquellas[26].

Así, afirma Díaz Cabiale (1991) que con la llegada del racionalismo cartesiano y los movimientos empiristas a la filosofía, se puso en duda que el conocimiento humano llegara a conocer la realidad fuera del error; tales ideas influyeron también en el concepto procesal de prueba, el que ha ido prescindiendo del término “verdad”, sustituyéndolo por otros como “probabilidad” o “convencimiento psicológico”.

La convicción judicial es la finalidad que persigue la prueba en cualquier clase de proceso, aunque en el proceso penal aquella surja siempre del convencimiento psicológico del juez, debido al sistema de libre valoración de la prueba que en él impera, mientras que en el proceso civil, tomando en cuenta el sistema de valoración de la prueba legal o tasada, esa convicción puede surgir ya sea del convencimiento psicológico del juzgador o de las normas legales que previamente fijan cuándo es que existe tal convencimiento.

Según Miranda Estrampres (1997), la idea de la convicción judicial como finalidad de la prueba es el criterio que la doctrina mayoritaria acepta en la actualidad; asimismo, añade que el término “verdad”, como noción objetiva y ontológica, se sustituye por el de “certeza”, como noción subjetiva. La verdad, por un lado, es identidad entre el conocimiento o la idea con la cosa o el hecho: conformidad de la idea y el objeto; la certeza, por su parte, es la manifestación subjetiva de la verdad: creer que lo que se afirma es verdad, arribar al convencimiento psicológico de que así es.

En conclusión, es la teoría que asigna a la prueba la finalidad de obtener el convencimiento del juzgador, la que mejor responde a la naturaleza y a la realidad de la prueba judicial.

Como afirma Gorphe (1962, p. 50), “si la verdad tuviese siempre un carácter diferente del error, que no es más que su contrario, distinguirla de él sería un simple juego”.

Pero la realidad es otra, la distinción entre verdad y error puede llegar a ser imperceptible, y en un proceso judicial, en el que quien decide ha de corroborar la exactitud de unas afirmaciones previamente conocidas y formuladas por otros, la situación puede tornarse aun más compleja.

En efecto, puede el juez, sobre la base de las pruebas aportadas a la causa, decidir que una u otra afirmación es exacta, o que ninguna lo es, pero la posibilidad del error subsiste, al punto que el fallo a que se arribe puede no ser congruente con la realidad. De esta forma, se considera inapropiado hablar de “verdad” en términos de la prueba procesal.

En todo caso, el fin que se persigue con la prueba en el proceso se cumplirá cuando el juez esté convencido de que una u otra afirmación coincide con lo que realmente aconteció, o que ninguna lo hace.

Conforme a lo expuesto, es la convicción judicial, es decir, la certeza en la mente del juez[27] de que una determinada situación se produjo o no en la realidad, la finalidad a que tiende la prueba, persistiendo siempre la posibilidad de error en la decisión[28], pero no por ello sobreviene duda, pues si esta existe no habrá convencimiento y el resultado de la prueba no corresponderá a su fin (Devis Echandía, 2002), debiendo el tribunal resolver la situación teniendo por no probada la afirmación o la negación de que se trate, con aplicación de las consecuencias que devienen de la institución de la carga de la prueba[29].

Por consiguiente, cabe indicar que en lo que concierne al proceso penal, ese estado de convicción judicial perseguido mediante la prueba será alcanzado en tanto el juzgador, logrando determinar que se ha desvirtuado la presunción de inocencia del acusado, descarte de sus conclusiones cualquier duda razonable.

 

IV. EL OBJETO DE LA PRUEBA

El objeto de la prueba, indica Devis Echandía (2002), tiene relación con aquello que puede ser probado en general, noción abstracta y objetiva, sin limitarse a los problemas concretos de cada proceso. El tema o necesidad de la prueba, por el contrario, es eso que en la causa específica requiere ser probado, ese elemento fáctico en particular que constituye el presupuesto de la vida real concebido en la norma, sin cuya constatación el juez no puede resolver en congruencia con esta. También es, según el autor, una noción objetiva, pues no configura en sí el sujeto que debe suministrar la prueba, pero es concreta, al recaer sobre unos determinados enunciados de hecho.

En un primer acercamiento, se consideran como objeto de la prueba tan solo los elementos fácticos alegados por las partes en el proceso, en tanto que el Derecho, en orden al principio iura novit curia (el juez conoce el Derecho), no requiere de prueba, salvo en lo que concierne al derecho extranjero, cuyo conocimiento no es obligatorio para los tribunales nacionales, debiendo proponer, la parte que invoque su aplicación, la prueba pertinente sobre su contenido y vigencia.

Ahora bien, señala Carnelutti (1982, p. 40), puntualmente, que el objeto de la prueba no son los hechos, propiamente dichos, sino las afirmaciones, “las que no se conocen, pero se comprueban, mientras que aquellos no se comprueban, pero se conocen”.

Los hechos, como fenómenos exteriores al hombre, según aclara Serra Domínguez (1969, p. 359), son de una forma solamente y, como tales, no requieren prueba; “lo que requiere ser probado son las afirmaciones relacionadas con esos hechos”.

Un hecho existe o no, ha ocurrido o no, pero no es verdadero ni falso, no es exacto ni inexacto, y una vez sucedido no puede probarse, pues resulta imposible, al ser parte del pasado, reproducirlo, pudiendo tan solo reconstruirlo mentalmente a partir de la prueba incorporada al proceso. De lo que cabe hablar, en todo caso, en términos de prueba, es de los enunciados, es decir, de la afirmación o la negación del hecho[30].

Sobre estas ideas, la explicación que presenta Sentís Melendo (1979, p. 12) resulta esclarecedora, al señalar: “[…] no es raro, y hasta es lo corriente, que se nos diga: se prueban hechos. No. Los hechos no se prueban; los hechos existen. Lo que se prueba son afirmaciones, que podrán referirse a hechos”.

Así, para Climent Durán (2005), la valoración probatoria consiste en la comparación entre las afirmaciones básicas o iniciales, formuladas por las partes, y las afirmaciones instrumentales obtenidas de los medios de prueba; el análisis permitirá al juez comprobar si las últimas corroboran o no las primeras.

Por su parte, Serra Domínguez (1969) con suma claridad explica que corresponde a las partes proporcionar al juez esas afirmaciones instrumentales, empleando los distintos medios de prueba, sobre los hechos que fundan el conflicto, es decir, sobre las afirmaciones (o enunciados) iniciales. El juzgador procede entonces a depurar las afirmaciones instrumentales, que la mayoría de las veces adolecen de parcialidad, las valora críticamente y fija sobre ellas sus propias afirmaciones. Se realiza así la labor de comparación entre las afirmaciones iniciales y las instrumentales, de manera que en los puntos en que coincidan admitirá las primeras, con el objeto de fijar el supuesto de hecho del fallo; y en caso de no coincidir, por tener las afirmaciones instrumentales signo contrario a las iniciales, rechazará estas últimas.

En definitiva, objeto de la prueba son las afirmaciones o negaciones sobre los hechos, los enunciados sobre estos, los que el juzgador habrá de comparar con esas otras afirmaciones proporcionadas mediante la actividad probatoria practicada, para así formar su convicción respecto de aquellas, concluyendo si acaecieron o no en la realidad.

 

V. A MANERA DE CONCLUSIÓN

La prueba configura una institución de singular relevancia en el Derecho procesal, pues únicamente sobre su base, es decir, tan solo con fundamento en los datos y motivos que de ella se deriven, puede el juez alcanzar el convencimiento acerca de la veracidad o no de los enunciados fácticos propuestos por las partes al formular sus pretensiones, de manera que si tales enunciados se subsumen en la abstracta regulación contenida en la norma jurídica, puede aquel proveer una solución justa, en aplicación del Derecho, al conflicto sometido a su conocimiento.

Los elementos primordiales que deben tomarse en cuenta para elaborar un concepto de prueba judicial son, por un lado, la actividad procesal (elemento objetivo), y por el otro, la finalidad de esa actividad (elemento subjetivo), que no es otro que lograr la convicción judicial acerca de la veracidad de las afirmaciones o negaciones formuladas por las partes (enunciados sobre hechos, que son el objeto de la prueba), lo que alcanzará sobre la base de los motivos o razones que se desprendan de los medios de prueba diligenciados.

De esa cuenta, es dable entender por prueba la actividad procesal desarrollada por las partes y por el juzgador, dirigida a lograr la convicción en la mente de este último respecto de la veracidad de las proposiciones fácticas formuladas por aquellas, convencimiento que se alcanzará a partir de los datos y motivos que se deriven de los distintos medios de prueba practicados y, en el caso de los procesos en los que rige el sistema de valoración de la prueba legal o tasada, serán también las normas procesales las que determinarán cuándo el juez ha alcanzado ese grado de convicción.

En el caso específico del proceso penal, la actividad probatoria que se desarrolle ha de dirigirse a formar en el juez el convencimiento acerca de la destrucción el estado de inocencia que rige a favor del acusado, pues este, por disposición constitucional, se presume inocente del ilícito que se le atribuya.

Las facultades conferidas al juez por el ordenamiento procesal para disponer de oficio la práctica de diligencias de prueba deben ser asumidas con suma cautela, a fin de no perjudicar la imparcialidad que ha de informar su función; así, el ejercicio de tales facultades habrá de dirigirse al único objeto de aclarar alguna situación relevante para la causa, procediendo el juzgador con sujeción a los datos ya existentes en el proceso y sin alterar los enunciados fácticos introducidos en este por las partes, a las que habrá de garantizárseles el ejercicio de sus derechos y, de manera especial, la oportunidad de proponer la prueba pertinente para contradecir la que haya sido diligenciada oficiosamente.

 

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[1] Es por ello que, salvo que la controversia verse únicamente sobre cuestiones jurídicas, se entiende que en todo proceso se lleva a cabo tanto un juicio de hecho, mediante la constatación sobre la veracidad de las proposiciones fácticas que las partes formulan, como un juicio de derecho, en el que se subsumen los hechos fijados en el supuesto abstracto contenido en la norma jurídica, dando lugar a la decisión judicial que resolverá el conflicto.

[2] Explica Taruffo (2005) que el método racional en la determinación de los hechos en el proceso requiere que esta actividad se base en “datos empíricos” que en lenguaje jurídico asumen el nombre de “medios de prueba”, tratándose, entre otros elementos, de cosas, personas, declaraciones o documentos.

[3] Refiere Serra Domínguez (2008) que la realidad extraprocesal es trasladada al proceso, primero mediante las afirmaciones de las partes, luego mediante la prueba a este incorporada y, finalmente, en forma de resolución inatacable.

[4] Couture (1993) expone que los problemas de la prueba consisten en saber qué es la prueba, qué se prueba, quién prueba, cómo se prueba y qué valor tiene la prueba producida; los que, en otros términos, permiten conocer, en su orden, el concepto de prueba, el objeto de la prueba, la carga de la prueba, el procedimiento probatorio y la valoración de la prueba. Sentís Melendo (1979) amplía esos problemas a ocho, agregando los siguientes: con qué se prueba, para quién se prueba y con cuáles garantías se prueba. En este trabajo, ante la autoridad de tan insignes maestros, se ha considerado abordar solo los dos primeros problemas propuestos (concepto y objeto de la prueba) y uno más que si bien no figura expresamente entre los mencionados, será la obra de los grandes procesalistas la que dará respuesta a ello: para qué se prueba, es decir, intentar explicar la finalidad de la prueba.

[5] Cabe señalar que el estudio que se aborda parte de una visión general de la prueba, aplicable a toda clase de procesos. A ese respecto, afirma Sentís Melendo (1979): “El estudio de la prueba hay que plantearlo sin la preocupación de si la prueba es civil o penal, porque creo que se incurre en el mayor de los errores al distinguir entre ellas: la prueba es la misma en la justicia civil que en la justicia penal, en la del trabajo que en la administrativa; y hasta puede decirse que es la misma en la actividad judicial que fuera de ella. Soy absolutamente unitarista.”; por su parte, apunta Devis Echandía (2002): “Creemos, sin embargo, con Valentín Silva Melero, Planiol y Ripert y otros, que nada se opone a una teoría general de la prueba, siempre que en ella se distingan aquellos puntos que por política legislativa, ya que no por razones de naturaleza o función, están o pueden estar regulados de diferente manera en uno u otro proceso. Existe pues una unidad general de la institución de la prueba.” En todo caso, es preciso tomar en cuenta los principios que informan a las diversas clases de proceso, en orden al derecho material que persiguen hacer efectivo, así como el diverso tratamiento que las normas procesales otorgan a la actividad probatoria.

[6] Devis Echandía (2002) aclara que en aquellas legislaciones en las que se regulan formalidades documentales ab substantiam actus, es decir, imprescindibles para la existencia o validez de los actos o contratos, el documento no solo es prueba, sino, como se indica, requisito de su existencia o validez. Tales normas, entonces, perteneciendo al Derecho probatorio, y con claro matiz procesal, forman parte también del Derecho material, en cuanto regulan cuestiones sustanciales del contrato de que se trate.

[7] Por medio de prueba se entiende la actividad enteramente procesal, regulada legalmente, por la que se introduce al proceso la fuente de prueba.

[8] Señala Florián (1961) que la prueba se entiende “quanto al suo contenuto sostanziale, quanto alla sua manifestazione formale, quanto al risultato che ne sboccia”.

[9] Para Garberí Llobregat y Buitrón Ramírez (2004), la acepción de prueba como actividad procesal tendente a lograr la convicción judicial reviste el sentido jurídico técnicamente más preciso de aquella, siendo el que mejor responde al concepto que se tiene en el Derecho procesal.

[10] Bujosa Vadell (2007) advierte que la actividad procesal, del juez y de las partes, y la finalidad perseguida son dos elementos importantes en el concepto de prueba procesal.

[11] El artículo 282 de la Ley de enjuiciamiento civil española regula: “Iniciativa de la actividad probatoria. Las pruebas se practicarán a instancia de parte. Sin embargo, el tribunal podrá acordar, de oficio, que se practiquen determinadas pruebas o que se aporten documentos, dictámenes u otros medios e instrumentos probatorios, cuando así lo establezca la ley.” Ahora bien, el artículo 429.1, párrafo segundo, de dicho cuerpo legal establece: “Cuando el tribunal considere que las pruebas propuestas por las partes pudieran resultar insuficientes para el esclarecimiento de los hechos controvertidos lo pondrá de manifiesto a las partes indicando el hecho o hechos que, a su juicio, podrían verse afectados por la insuficiencia probatoria. Al efectuar esta manifestación, el tribunal, ciñéndose a los elementos probatorios cuya existencia resulte de los autos, podrá señalar también la prueba o pruebas cuya práctica considere conveniente.”.

[12] Tan sólo la imposibilidad del juzgador de introducir hechos distintos a los propuestos por las partes encuentra acuerdo en la doctrina, pues de permitirlo, como afirma Pardo Iranzo (2008), el tribunal acabaría convirtiéndose en acusador. A ese respecto, acota Vázquez Sotelo (1984), que el principio de “inmutabilidad de la imputación” se combina con las garantías de la defensa, a fin de que el inculpado no afronte un juicio por un hecho por el que no ha sido previamente acusado; lo anterior, sin perjuicio de la posibilidad de variación en la calificación jurídica del hecho, lo que habría de acarrear, únicamente, nuevo debate con suspensión del juicio, en caso de ser necesario.

[13] La Ley de enjuiciamiento criminal española, aun cuando en su artículo 728 establece que no podrán practicarse otras diligencias que las propuestas por las partes, contiene determinadas normas que regulan facultades que el órgano jurisdiccional puede ejercer de oficio, como proponer la práctica de las diligencias de prueba que considere necesarias para la comprobación de los hechos (729.2º), ordenar el careo (729.1º), formular preguntas a los testigos (708) o examinar, por sí, los documentos y demás piezas de convicción que puedan contribuir al esclarecimiento de los hechos o a la más segura investigación de la verdad (726). El Código de proceso penal portugués, en el artículo 340.1º, dispone: “O tribunal ordena, oficiosamente ou a requerimento, a produção de todos os meios de prova cujo conhecimento se lhe afigure necessário à descoberta da verdade e à boa decisão da causa.” Por su parte, el Código de procedimiento penal francés indica en el artículo 310, párrafo primero, lo siguiente: “Le président est investi d´un pouvoir discrétionnaire en vertu duquel il peut, en son honneur et en sa conscience, prendre toutes mesures qu´il croit utiles por découvrir la vérité.” Asimismo, el Código de procedimiento penal italiano señala en el artículo 507: “Terminata l´acquisizione delle prove, il guidice, se risulta assolutamente necesario, può disporre anche di ufficio l´assunzione di nuovi mezzi di prove.” Por último, el Código procesal penal alemán establece en su artículo 244.2º que para la indagación de la verdad, el tribunal extiende de oficio la práctica de las pruebas hasta todos los hechos y medios de prueba que sean importantes para la decisión (Eiranova Encinas, 2000, p. 317).

[14] Por el contrario, el Código de procedimiento penal de Colombia, que data de 2004, en su artículo 361 dispone: “Prohibición de pruebas de oficio. En ningún caso el juez podrá decretar la práctica de pruebas de oficio.” Asimismo, el Código procesal penal de Bolivia establece en su artículo 342: “(Base del juicio). […] En ningún caso el juez o tribunal podrá incluir hechos no contemplados en alguna de las acusaciones, producir prueba de oficio ni podrá abrir el juicio si no existe, al menos, una acusación. […]”. Por último, el Código procesal penal de Nicaragua se refiere en su artículo 10 a la imposibilidad de que los jueces ejerzan tareas de investigación, refiriendo expresamente en su artículo 310 que la inspección ocular únicamente puede disponerse a solicitud de parte.

[15] Afirma Sentís Melendo (1979, pp. 11-12): “La parte -siempre la parte; no el juez- formula afirmaciones; no viene a traerle al juez sus dudas, sino su seguridad -real o ficticia- sobre lo que sabe; no viene a pedirle al juez que averigüe sino a decirle lo que ella ha averiguado; para que el juez constate, compruebe, verifique (esta es la expresión exacta) si esas afirmaciones coinciden con la realidad. Cuando el juez cumple una misión diferente de la de verificar, entonces es que no está juzgando.”

[16] Entre otras, Sentencia del Tribunal Supremo (STS) 290/1994, de 27 de enero.

[17] Entre otras, STS 8258/1993, de 1 de diciembre.

[18] Bujosa Vadell (2009), comentando cierta jurisprudencia colombiana que se muestra reacia a la iniciativa probatoria del juez, señala que es factible conciliar los intereses enfrentados en esta discusión: el respeto a los derechos de las partes y la obtención de elementos útiles para alcanzar una convicción mejor fundada, lo que redunda en la justa solución del conflicto.

[19] STS 5256/2004, de 16 de julio.

[20] Sentencia del Tribunal Constitucional (STC) 334/2005, de 20 de diciembre.

[21] Sentís Melendo (1979), al formular el concepto de prueba, parte de la actividad de verificación que corresponde al juzgador, motivo por el cual Devis Echandía lo ubica dentro de los autores que defienden un concepto de prueba que se limita al aspecto subjetivo. Ahora bien, fuera de ese punto de partida, el planteamiento general de Sentís Melendo permite apreciar incluida la actividad procesal que incumbe a las partes y al juez; de esa cuenta, el autor explica: “[…] la prueba es verificación de afirmaciones utilizando fuentes que se llevan al proceso por determinados medios, aportadas aquellas por los litigantes y dispuestos estos por el juez, con las garantías jurídicas establecidas, ajustándose al procedimiento legal, adquiridas para el proceso y valoradas de acuerdo a normas de sana crítica, para llegar el juez a una convicción libre.” (p. 22).

[22] En términos similares el concepto formulado por Calvo Sánchez (2002, pp. 105-106), respecto de la prueba en materia civil: “actividad de las partes, y excepcionalmente del Juez, tendente bien a fijar unos hechos como ciertos (prueba legal), bien a provocar el convencimiento psicológico del Juez (prueba libre) sobre las afirmaciones realizadas acerca de los hechos que constituyen el fundamento de la pretensión”.

[23] En cuanto a las teorías que tratan de explicar la verdad de los enunciados, la doctrina ha distinguido, entre otras, la teoría de la coherencia y la teoría de la correspondencia.

[24] Expone Wach (1958, pp. 224 y ss.): “La verdad material solo es imaginable como finalidad del proceso, en un procedimiento oficial, esto es, en un proceso que no solo da margen a una reconstrucción completa de la situación de hecho sino que establece la ‘máxima de la libre investigación’ como un deber oficial de los órganos del Estado. Y ello solo puede suceder, cuando el objeto del proceso es de interés público. En el proceso civil, la naturaleza jurídico-privada de ese objeto elimina la ‘máxima de libre investigación’ y, con esto, la finalidad del proceso consiste en la comprobación objetiva del verdadero estado de cosas. La sentencia es, y solo puede ser, la apreciación del material de afirmaciones y de pruebas suministrado por las partes. La prueba del proceso civil es prueba de parte; las partes suministran el material probatorio al juez, del mismo modo que suministran los temas de la prueba en sus alegatos. La prueba está sujeta a la máxima dispositiva y a la relación entre las dos partes. De aquella se deduce que la integridad de los fundamentos de la sentencia no está garantizada, y de esta sigue la distribución de la carga de la prueba y de las pruebas, con todas sus peculiaridades importantísimas, las que excluyen la comprobación del verdadero estado de hechos. […] De este modo queda mostrada mi afirmación de que la finalidad del proceso civil no puede ser la verdad material, pues la disposición de las partes, que lo domina, no garantiza la totalidad del material probatorio.”

[25] Al respecto, Muñoz Sabaté (1993) advierte que no hay nada más erróneo que creer que la declaración de hechos probados contenida en una resolución judicial equivalga a una declaración dogmática sobre la verdad de estos.

[26] En igual sentido se expresan, entre otros, Goldschmidt (1961, p. 143), al señalar que las aportaciones de prueba son los “actos de las partes, que tienen por fin convencer al juez de la verdad de la afirmación de un hecho”; Gorphe (1953, p. 112), quien expone que las pruebas son “procedimientos admitidos para convencer al juez de la verdad de los hechos alegados”; y Ortells Ramos (2009, p. 345), que conceptualiza la prueba como “actividad para convencer al juez del ajuste a la realidad de las afirmaciones de las partes”.

[27] Esto es aplicable en toda su plenitud al proceso penal, por cuanto rige el sistema de valoración de la prueba de libre convicción o sana crítica; en cambio, en el proceso civil, con el sistema de valoración de la prueba legal o tasada, la convicción puede proceder, ya sea de la aplicación de las normas de estimativa probatoria o, propiamente, del convencimiento psicológico del juez.

[28] Según Miranda Estrampes (1997), al hablar de error, cuya posibilidad nunca se excluye, encuentran acuerdo las teorías que hablan del juicio de certeza, por un lado, y del juicio de probabilidad o verosimilitud, por el otro; en ambas teorías la prueba persigue la convicción judicial, la que se adquiere cuando el juez logra eliminar toda duda razonable o relevante que se le plantee durante la práctica de la actividad probatoria.

[29] En el proceso civil, la carga de la prueba determina que quien afirma o niega un hecho debe probarlo, recayendo sobre él las consecuencias negativas que se deriven de no haber probado los enunciados que sustentan su pretensión. En el proceso penal, el in dubio pro reo -como manifestación particular de la institución de la carga de la prueba que indica al juez cómo debe resolver en caso de duda- obliga a emitir un fallo absolutorio, derivado de que, siempre, la duda favorece al acusado.

[30] Este criterio es igualmente compartido por quienes consideran que la finalidad de la prueba es la búsqueda de la verdad. Así, se habla de la “verdad o falsedad de los enunciados sobre los hechos en litigio” (Taruffo, 2008, p. 19); de la “prueba de la verdad de la afirmación de la existencia de un hecho” (Gascón Abellán, 2004, p. 83); o de la “verdad o falsedad de los enunciados sobre el hecho” (Guzmán, 2006, p. 18).

 

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