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¿Puede la Corte de Constitucionalidad emitir órdenes ilegales?
Juan Pablo Gramajo Castro

Guatemala atraviesa lo que, sin exagerar, podemos llamar una crisis constitucional: se cuestionan y ponen a prueba los alcances y límites –tanto jurídicos como fácticos– de los poderes públicos. La discusión se ha manifestado principalmente como pugna entre el Organismo Ejecutivo y la Corte de Constitucionalidad, respecto del ejercicio de algunas facultades presidenciales en materia de política exterior y relaciones internacionales. En reiteradas ocasiones, el criterio de la Corte ha sido que los artículos 149 y 265 de la Constitución –que establecen, respectivamente, lineamientos constitucionales para las relaciones internacionales del país y que no hay ámbito que no sea susceptible de amparo– hacen viable el control de constitucionalidad en materia de política exterior. El Ejecutivo, en cambio, ha visto tales decisiones como intromisiones indebidas de la jurisdicción constitucional sobre facultades del presidente de la República, específicamente la que le confiere el artículo 183 literal o) de la Constitución. Incluso, ha insistido en invocar el principio constitucional de no obligatoriedad de órdenes ilegales, insinuando muy claramente que no se consideraría vinculado por resoluciones que estima fuera de la competencia de la Corte.

Mucho se ha escrito y debatido sobre estas tensiones institucionales que vive el país, no siempre con la serena ecuanimidad que temas tan delicados exigen. Sin duda, las serias implicaciones políticas y sociales que ello tiene van más allá de la formalidad legal y, aún en lo jurídico y político, pueden y deben ser objeto de profunda reflexión filosófica. Sin embargo, los criterios jurídicos deben formarse con seriedad académica y, si bien nadie puede del todo abstraerse de sus opiniones políticas, el jurista sí debe buscar en lo posible abordar los problemas del Derecho en forma objetiva y desapasionada. Con tal aspiración, abordemos la cuestión de si las resoluciones de la Corte de Constitucionalidad pueden o no estimarse como órdenes ilegales. Nuestro examen se limitará a tratar de establecer cuál fue la intención de los constituyentes al plasmar las normas que se refieren a la no obligatoriedad de órdenes ilegales, y cómo éstas han sido aplicadas históricamente en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Es, por tanto, sólo un aporte parcial –pero indispensable– a una discusión más amplia.

Para empezar, es necesario citar los dos artículos de la Constitución que se refieren al tema, y distinguir ente ellos. El artículo 5º establece, en su parte conducente: “Toda persona tiene derecho a hacer lo que la ley no prohíbe; no está obligada a acatar órdenes que no estén basadas en ley y emitidas conforme a ella”. Por su parte, el artículo 156 dispone: “Ningún funcionario o empleado público, civil o militar, está obligado a cumplir órdenes manifiestamente ilegales o que impliquen la comisión de un delito”. La primera distinción importante surge de la ubicación material de cada precepto: el primero integra la parte dogmática de la Constitución, referida a los derechos humanos individuales; el segundo, ubicado en la parte orgánica, integra la regulación sobre el poder público y su ejercicio. Por tanto, en la cuestión que nos ocupa, el 156 es el directamente relevante, pues se trata de invocaciones hechas por funcionarios públicos (el presidente o sus ministros) en ejercicio de sus cargos. Sin embargo, ambos artículos son relevantes para el tema examinado ya que, si bien el artículo 5º consagra un derecho individual de la persona frente al poder público (no de la persona como parte –funcionario o empleado– de tal poder), también alude al principio de legalidad del derecho público al exigir que las órdenes dirigidas a los particulares estén basadas en ley y emitidas conforme a ella[1].

En el proceso que dio origen a nuestra actual Constitución, la Asamblea Nacional Constituyente designó una Comisión para elaborar el Anteproyecto –llamada de los Treinta por su número de integrantes–, el cual posteriormente se presentó para discusión en el pleno de la Asamblea. Así, en cuanto a varios temas sucede que hubo más discusión en la Comisión que en la Asamblea, por lo que es necesario consultar los Diarios de Sesiones de ambas para obtener una visión de lo que los constituyentes tuvieron intención de erigir. En la Comisión de los Treinta, el artículo 5º no fue objeto de mucha discusión. Pero es importante mencionar que, cuando se discutió, sí se hizo referencia a los juzgados, a los tribunales de justicia, entre las autoridades de donde podrían emanar las órdenes ilegales de cuya observancia se pretendía liberar[2]. En cambio, sí hubo mayor discusión sobre lo que hoy es el artículo 156, surgido a propuesta del representante José Francisco López Vidaurre. El ponente lo explicó como una garantía para los subalternos en estructuras jerárquicas. Otros representantes, secundándolo, usaron como ejemplo las patrullas de autodefensa civil y coordinadoras interinstitucionales, figuras propias del conflicto armado interno, refiriéndose en general a empleados de la administración pública. El representante García Bauer puso como ejemplo extremo de orden ilegal la supresión de la vida sin amparo de una sentencia dictada por juez competente[3]. En el pleno de la Asamblea, el artículo 5º se discutió más en aspectos gramaticales de su redacción, aunque es de interés mencionar que se aclaró que las “resoluciones u órdenes” tienen que “basarse en ley y emitirse conforme el espíritu de esa ley”, no siendo suficiente basarse “en una ley errónea, una ley mal citada[4]. El artículo 156, en cambio, se aprobó sin discusión[5]. La impresión que queda al leer las discusiones constituyentes es que no se profundizó de modo explícito sobre qué actos o autoridades podrían dar lugar a órdenes ilegales. Respecto del artículo 5º sí se mencionó que una autoridad judicial podría emanar órdenes no basadas en ley o no emitidas conforme a ella, y respecto del artículo 156 se mencionó que podían ser manifiestamente ilegales no sólo las órdenes sino también las resoluciones. Pero fueron eso: menciones, no análisis o discusiones detenidas.

En la jurisprudencia de la Corte de Constitucionalidad, desde 1987 se ha interpretado el artículo 5º en el sentido de que “se refiere a órdenes que no estén basadas en ley y no a resoluciones judiciales que, no sólo tienen que estar legalmente fundamentadas, sino razonadas conforme al criterio de quien resuelve, pudiendo todo aquel que se estime afectado y que no se encuentre de acuerdo con lo resuelto, hacer uso de los medios de impugnación que la ley establece[6]. Este modo de entender el artículo ha adquirido carácter de doctrina legal obligatoria, por su reiteración en más de tres fallos. Sin embargo, hay al menos dos fallos en que la Corte ha afirmado que puede haber órdenes manifiestamente ilegales emanadas de un órgano jurisdiccional jerárquicamente superior a uno de rango inferior, haciendo aplicable el artículo 156[7]. Esto debe ubicarse en su debido contexto pues, al referirlo al artículo 156, lo limita a la subordinación jerárquica entre jueces, por lo que en principio parecería dejar intacto el criterio antes visto respecto del artículo 5º, que se refiere a cualquier persona. Pero en al menos otro caso la Corte ha invocado ambos artículos en conjunto, y tal precedente es de interés porque no sólo resuelve que había una orden (administrativa, no judicial) manifiestamente ilegal sino que, por tanto, la autoridad debió haberla desatendido[8]. Pero no deja de ser problemático que un juez pueda cuestionar lo resuelto por un tribunal superior, sobre todo en procesos donde son las partes las únicas legitimadas para impugnar.

En efecto, la posibilidad de impugnar es uno de los factores en que se ha basado la Corte para estimar que no procede la simple desobediencia aduciendo ilegalidad. Así lo expresó en los fallos citados arriba interpretando el artículo 5º, y en otro donde analizó el artículo 156: Según la Corte de Constitucionalidad, dicha norma se refiere a simples órdenes y no a resoluciones dictadas dentro de la respectiva esfera de competencia (misma distinción antes vista) y exige que sean manifiestamente ilegales, es decir, que su ilegalidad sea elemental, resultando de su simple lectura. La distinción entre órdenes y resoluciones se hace residir, nuevamente, en que éstas son susceptibles de impugnación: Limitarse a no acatarlas institucionalizaría el caos jurídico; las resoluciones se acatan o se recurren[9]. Por otro lado, el carácter elemental o fácilmente evidente que se exige a la ilegalidad para ser “manifiesta” es un requisito que, en principio, excluiría de tal ámbito una resolución sobre temas en que precisamente hay amplia controversia y discusión incluso entre especialistas.  

Los constituyentes, entonces, no profundizaron en analizar qué autoridades o contextos podrían dar lugar a órdenes ilegales, ni si había distinción o no entre órdenes y resoluciones, aunque sí mencionaron los órganos jurisdiccionales y sus resoluciones entre los susceptibles de constituir una orden ilegal. La Corte de Constitucionalidad, en cambio, sí ha distinguido entre órdenes y resoluciones. Ha incurrido en aparente contradicción al no tener un criterio uniforme sobre si éstas últimas pueden o no constituir órdenes ilegales: aunque claramente ha dicho que no en varias ocasiones, en otras ha admitido que el artículo 156 puede resultar aplicable en el contexto de subordinación entre órganos jurisdiccionales. Ello no permitiría a cualquier otra persona o funcionario negarse a acatar una resolución judicial, salvando quizá la aparente contradicción en los criterios de la Corte, pero introduciendo el problema de cómo podría un juzgado inferior hacer eso, si son las partes quienes pueden cuestionar lo decidido u ordenado.

Ahora bien, todo esto quizá resulte esclarecedor de cara a la jurisdicción ordinaria, pero cabe cuestionar si es aplicable a la constitucional. Al respecto, la Corte de Constitucionalidad ya ha resuelto al menos dos casos en que autoridades impugnadas amenazaron con incumplir o incumplieron resoluciones dictadas por ella, invocando precisamente la no obligatoriedad de órdenes ilegales. En ambos casos, la Corte sostuvo la obligatoriedad de sus propias resoluciones, advirtiendo o imponiendo las consecuencias legales correspondientes por desobediencia[10].

Desde luego, dilucidar si las resoluciones de una alta Corte pueden ser o no ilegales requiere una discusión que va mucho más allá del derecho positivo, acercándonos a las raíces filosóficas más profundas del Derecho y del Estado. No es objeto de esta breve nota abordarlo. Pero incluso un análisis limitado estrictamente al derecho positivo debe tomar en cuenta sus orígenes y la aplicación que de él han hecho los tribunales, sin limitarse a la opinión personal más o menos fundada sobre cómo debe entenderse un texto legal. El jurista debe mantener un sano escepticismo ante las dinámicas de poder que se observan en nuestra época tanto en el país como en otros. Ante todo, es deseable que nuestros criterios se funden en un detenido examen de las cuestiones, y no en simpatías coyunturales con una u otra postura. Precisamente en momentos de crisis, de tensión, es cuando el país más necesita de una ciencia jurídica serena, detenida, profunda, comprometida con los ideales más altos que proclama nuestra Constitución: “la plena vigencia de los Derechos Humanos dentro de un orden institucional estable, permanente y popular, donde gobernantes y gobernados procedan con absoluto apego al Derecho[11].

 

[1] Cfr. Corte de Constitucionalidad, Expediente 603-2016, 28 de septiembre de 2017.

[2] Cfr. Comisión de los Treinta. Diario de Sesiones, Tomo I, No. 15, 8 de noviembre de 1984, páginas 45 y 48.

[3] Cfr. Ibid., Tomo III, No. 74, 11 de marzo de 1985, páginas 38 y 39.

[4] Cfr. Asamblea Nacional Constituyente. Diario de Sesiones, Tomo I, No. 21, 12 de diciembre de 1984, páginas 63 a 65.

[5] Cfr. Ibid., Tomo III, No. 53, 14 de marzo de 1985, página 33.

[8] Cfr. Corte de Constitucionalidad, Expediente 110-2005, 30 de noviembre de 2005.

[9] Cfr. Corte de Constitucionalidad, Expediente 280-87, 14 de abril de 1988.

[11] Preámbulo.

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