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Abogados por la libertad
Camilo Peña

Cuánto razón en las palabras de Lincoln cuando dijo que los hombres no han logrado encontrar una exacta definición para la libertad. ¿Qué envuelve ese sencillo vocablo que tantas pasiones agita a su favor y en su desprecio? La primera idea que suele llegar a la mente cuando se habla de libertad es la economía de mercado, el libre comercio, el capitalismo. Si bien la economía es una parte importante de la doctrina liberal, ella no lo es todo y la libertad es un hecho que interesa más a  los abogados que a los economistas.

La libertad es ante todo una construcción del derecho. Es libre el hombre que puede ordenar su vida y hacienda como mejor le parezca sin estar obligado a someter su voluntad a la fuerza arbitraria de otros hombres. Pero definir la libertad es realmente fácil, lo difícil es comprender cómo se le preserva. Es aquí donde entra a operar el derecho.

Partamos del principio. Desde que el hombre empezó a vivir en grupo se enfrentó a un dilema: de qué manera se deben resolver los conflictos que inevitablemente surgen entre ellos, desde el daño causado en el cuerpo de otros hasta el daño a la propiedad ajena. Antaño las personas resolvían estos problemas haciendo justicia con su propia mano, lo que terminaba en un baño de sangre. Luego vieron lo ventajoso que era someterse a ciertas normas de conducta consensuadas entre los distintos grupos, pero la justicia seguía impartiéndose por la misma persona que se consideraba dañada (como hoy diríamos: se era juez y parte). Ya entrada la historia, los hombres encontraron la forma más civilizada de resolver sus problemas: someter la decisión sobre a quién le corresponde el derecho a una persona ajena al conflicto. En muy resumidas palabras, es así como surge el Estado, entendido éste como el monopolio para impartir justicia y usar la fuerza para asegurar que ella se cumpla.

Pero la creación del Estado trajo consigo un nuevo problema para los hombres. Al tratar de evitar la anarquía, el monopolio de la fuerza terminó por convertirse en el mayor opresor de la humanidad entera. El problema a resolver entonces era cómo lograr ese equilibrio entre un Estado lo suficientemente fuerte para proteger la vida y propiedad de las personas pero lo suficientemente débil como para que no aplastara los derechos de los individuos. La respuesta: someter el uso de la fuerza al imperio del derecho.

El derecho nos hace libres. ¿Cómo? Con una Constitución escrita, la ley suprema de un país que limita los poderes más peligrosos que tiene todo Estado. Al Ejecutivo le impide ir a la guerra sin autorización del Congreso, le prohíbe crear impuestos a su antojo y le ordena que todos sus actos estén basados en ley.  Sólo al Congreso le permite decretar leyes porque es el cuerpo más representativo del pueblo y las leyes necesitan tener el consentimiento de los ciudadanos.  Pero el Congreso no puede crear cualquier ley, si viola derechos fundamentales como la vida, la libertad, la propiedad, la libertad de pensamiento, religión o de manifestación, la ley puede ser expulsada del ordenamiento jurídico. Al poder Judicial le da la tarea más importante de toda sociedad que se diga civilizada: resolver los conflictos entre personas y entre éstas y el Estado. Los tribunales castigan al asesino, al violador y al político corrupto, obligan al padre irresponsable a cumplir sus obligaciones frente a sus hijos, deciden quién tiene la razón en un contrato incumplido y pone a la administración pública en su lugar si ha tratado de manera abusiva al administrado.

La libertad también se protege con el derecho penal. Crear delitos e imponer penas son de los poderes más severos del Estado, porque su ejercicio pone en juego la propia esencia de la vida humana. Un buen derecho penal exige un equilibrio civilizado entre el respeto al acusado en el proceso y durante el cumplimiento de la condena y una policía, un ente investigador y jueces dotados de suficientes fuerzas para lograr castigar al criminal. El derecho penal liberal desprecia la tortura como medio para arrancar la confesión, reconoce la importancia de tenerlo por inocente hasta que un juez en sentencia declare lo contrario, aboga por la proporción entre delito y su pena  y no se cansa en recordar su máxima civilizadora nullum crimen, nulla poena sine lege praevia (no hay delito ni pena sin ley previa).

Y si aún duda que el liberalismo es sobre todo una construcción del derecho, basta presentar al elenco de eruditos de la ley que a lo largo de la historia forjaron su doctrina: John Locke, Montesquieu, Marqués de Beccaria, Tocqueville,  Jefferson, Hamilton y Hayek, entre muchos otros.

"La finalidad perseguida por las leyes no se cifra en abolir o limitar la libertad, sino, por el contrario, en preservarla y aumentarla. En su consecuencia, allí donde existen criaturas capaces de ajustar su conducta a normas legales, la ausencia de leyes implica carencia de libertad. Porque la libertad presupone el poder actuar sin someterse a limitaciones y violencias que provienen de otros; y nadie puede eludirlas donde se carece de leyes. Tampoco la libertad consiste -como se ha dicho- en que cada uno haga lo que le plazca. ¿Qué hombre sería libre si el capricho de cada semejante pudiera gobernarlo? La libertad consiste en disponer y ordenar al antojo de una persona, sus acciones, su patrimonio y cuanto le pertenece, dentro de los límites de las leyes bajo las que el individuo está. Y, por lo tanto, no en permanecer sujeto a la voluntad arbitraria de otro, sino libre para seguir la propia", John Locke.

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