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Serenísima Sala Del Destino
Alejandro Maldonado Aguirre

El joven alumno pregunta al viejo maestro la razón del artículo 180 de la ley constitucional de amparo. De esa simple cuestión surge una respuesta teleológica:

La justicia humana delega a sus ministrantes aquella potestad que en nombre de la comunidad social decide destinos de los humanos herederos de las debilidades de su padre  Adán, la curiosidad de su pareja Eva, y la inducción sinuosa de la  serpiente de las íntimas tentaciones. El juicio es tan antiguo como el pecado.

La esencia del poder no radica tanto en legislar y administrar. Su expresión más profunda es la coactiva de la voluntad y del instinto, autoridad que unos detentan sobre otros.  

Carnelutti, como ningún otro con tanta solvencia doctrinaria y su elevada calidad discursiva, lo ha dicho; “Un ordenamiento jurídico se puede pensar sin leyes, pero no sin jueces.” 

La solemnidad de discernir lo justo -que es lo formalmente verdadero- ha materializado en las formas  de deliberarlo.  Desde el recinto en que se oficia hasta las costumbres del sacerdocio jurisdiccional. Rituales del razonamiento y las reglas de la cortesía curial. 

No todos los recintos de la justicia son iguales. Algunos, la mayoría, operan en edificios improvisados carentes de la majestad arquitectónica que simbolice, como las catedrales, la suprema dignidad de su profesión. Obvio que la solidez   de la piedra y los mármoles no puede ser, en sí, trasunto de la certeza y la equidad del sacramento. Más atinado y justo podría ser un juicio dictado, como en la antigüedad, a la sombra de un árbol.

El Tribunal Internacional de Justicia quedó instalado en el Palacio de la Paz edificado en La Haya a iniciativa y contribución del millonario Dale Carnegie. Los alemanes, para su Tribunal Constitucional,  están en Karlsruhe; los italianos meditan en el Palazzo della Consulta; peruanos, en Arequipa: chilenos disponen del neorrenacentista de la calle de Huérfanos. La CC de Guatemala cuenta con edificio propio en el Palacio Independencia, construido para hotel sobre los escombros de la casa del prócer Pedro Molina.   

Los bronces y las maderas finas de los palacios de justicia enmarcan en su interior otras solemnes salas: la de vistas, con asistencia de público, sea del interesado como del morboso. Y la del pleno de los jueces, marco silente de sus decisiones, tanto de las obvias y comunes como de las cruciales que pueden definir el destino de la vida y la muerte, los bienes y las quiebras, la felicidad y el sufrimiento, la honra o la ignominia. ¿Quiénes más calificados referentes de esos menesteres que aquellos que con su dedo pulgar, como sus antiquísimos pares, lo inclinan hacia el cielo o al infierno?

Emblemático el tribunal supremo de los Estados Unidos, cuando ingresa a la gran sala pública es anunciada su presencia con palabras rituales:”¡Oyez! ¡Oyez! ¡Oyez! (...) ¡God save the United States and this Honorable Court!” Oídas las partes, atendidos sus alegatos, recibidas las pruebas, escuchadas las réplicas, saciada la prensa, en todo juicio civilizado los jueces (o bien los jurados) se retiran a ejercer dos potestades muy suyas y muy íntimas: a deliberar y a meditar.

La solemnidad de la sentencia y la consecuencia de su acatamiento y respeto, proviene de un legítimo proceso de discusión curial en la que los jueces y nadie más que los jueces tienen la carga moral e intelectiva para discernir. El fallo lo adopta la mayoría y todos, discrepen o coincidan, asientan sus razones. La sala del debate está cerrada de manera hermética con el más refinado sentido ético.

Es tan escrupulosa la forma de discutir, que de la sala privada y de discusiones de los EE UU se dice que, cuando alguien toca a su puerta, es el magistrado más joven el obligado a abrirla. El orden del debate  refleja su sabiduría: primero diserta el más antiguo y luego en línea  los demás hasta el del nombramiento más reciente. Sin embargo, para la decisión del caso se invierte el orden, votando primero el último en haber integrado el foro, preservándolo así a no sucumbir ante el prestigio o la astucia de los más viejos.

S.S. Francisco fue ungido hasta una quinta votación durante un concilio con 217 cardenales presentes (aun cuando no votaban los octogenarios) que duró tres días y fue cubierto por todas las redes informativas del mundo: jamás salió a la calle un mínimo indicio de los conteos. Solamente humo negro o blanco fueron aviso de su profunda decisión.

La potestad de los jueces no puede trasladarse a las turbas del Sanedrín ni a los temperamentales del circo romano. Karl W. Deutsch lo apunta con impecable razonamiento: “Los tribunales han desarrollado una elaborada ley o costumbre procesal acerca de la forma de llegar a decisiones. En la mayoría de los países siempre se ha observado la regla del secreto de las deliberaciones del poder judicial tras de escuchar los argumentos en público. Si los norteamericanos insistieran en que los magistrados  de la Suprema Corte hicieran públicos sus debates –o los miembros del jurado sus deliberaciones-, la fraternidad jurídica protestaría fuerte y claramente. La mayoría de los abogados y jueces argumentaría que no sería posible llegar a buenas decisiones de esa forma.

La fantasía literaria -en la cual se apunta con mayor intensidad dramática la del libreto teatral o cinematográfico- se ha ocupado en ocasiones del debate en el juicio, ciertamente visto por un público ajeno al conflicto. Los observantes comentan, a su modo, lo que ven y lo que oyen. En seguida, el jurado se retira a cavilar. Tal el tema clásico de cine de Sidney Lumel titulado, en inglés, “12 Angry Man”: un jurado encerrado bajo llave, que discurrió durante horas  y horas calurosas y fatigantes el destino de un hombre que pudo ser ejecutado en la silla eléctrica.

Al respecto también conviene conocer lo que un juez sabe de las entrañas del designio. En este caso de un jurista de la talla y solvencia de Gustavo Zagreblesky. De su ilustrada crónica de la forma como quince jueces deliberan y deciden, bien atinadas son estas prevenciones: “…todas las voces de dentro deben quedar dentro. Todo lo que se dice no debe dejar huella, sólo lo poco que se reserva a la resolución destinada a ser pública El círculo cerrado de los jueces, más que las cuatro paredes de la sala de deliberaciones, define una frontera que configura un espacio en sí. Las palabras dichas y las posiciones asumidas deben permanecer rigurosamente reservadas, también cuando se advierta la necesidad de restablecer la verdad frente a hipótesis, indiscreciones o difamaciones. La necesidad de defender este espacio de autonomía es tal que hemos de exponernos indefensos incluso ante las falsedades para arrojar sombras y descrédito.”  (Pag. 20)

El alumno despertó justo cuando el docente concluyó esta explicación. Miró su celular y salió corriendo sin decir adiós.

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