Dedico este escrito
a la Doctora María Luisa Beltranena Valladares de Padilla,
mi queridísima “Mau”, mi Gran Maestra del Derecho Civil,
de la justicia, del arte del Derecho y de la vida.
El presente ensayo tiene por objeto exponer las líneas generales del desarrollo histórico del Derecho Civil, lo cual conlleva explorar cómo se han conformado su noción y contenido, hasta llegar a ser la disciplina jurídica que conocemos hoy.
Por su carácter y alcances, no se empleará un aparato de referencias y citas bibliográficas con rigor académico. Desde luego, sus temas admiten profundización, matices, discusión, y cuestionamiento. Los errores son míos.
¿Qué es Derecho Civil?
Para saber qué es el Derecho Civil, debemos adentrarnos en su historia, que es lo mismo que recorrer, en cierta forma, toda la aventura jurídica de la humanidad occidental, pues determinar qué entendemos por él nos invita a examinar su distinción con otras disciplinas jurídicas, y los motivos históricos y filosóficos que les dieron origen. Podemos afirmar que ninguna rama del árbol del Derecho y las leyes –cada vez más frondoso, para bien o para mal– hunde sus raíces tan profundamente en la historia jurídica como el Derecho Civil. Esto lo considero por los motivos siguientes:
La pregunta que titula este ensayo nos obliga a reflexionar sobre si es posible o no establecer una sola noción de Derecho Civil que sea válida para todo tiempo y lugar. A tal efecto, diversas corrientes filosóficas en general, y ius-filósoficas en particular, nos apuntan en diferentes caminos.
Desde un punto de vista platónico, quizá habría una Forma ideal de Derecho Civil más allá del espacio y el tiempo, de la cual las manifestaciones históricas que hemos denominado “Derecho Civil” han sido reflejos imperfectos, debiendo nuestra mente trascender éstas para razonar la Forma pura. Desde una perspectiva aristotélica, sería posible observar la experiencia jurídica de la humanidad, y las manifestaciones históricas de “Derecho Civil” nos servirían como punto de partida para abstraer sus elementos comunes, y acercarnos a una noción de lo que sería la “esencia” del Derecho Civil, sin perjuicio de las particularidades históricas que puedan condicionarlo a través del tiempo y el espacio. La diferencia entre la Forma platónica y la esencia aristotélica es que, para Platón, las Formas tienen existencia real trascendente, y lo que conocemos en la experiencia espacio-temporal es imperfecto e ilusorio; mientras que, para Aristóteles, las esencias son “realizadas”, en la realidad concreta, por los diversos fenómenos históricos que participan de la esencia abstracta, cuyas diferencias son legítimas y accidentales (contingentes, no esenciales).
Santo Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles de la mano de su maestro San Alberto Magno, elabora sobre la noción de Derecho, estableciendo que el Derecho Natural estaría constituido por principios básicos evidentes, a partir de los cuales la humanidad deriva (por conclusión o por determinación) normas jurídicas de diversa naturaleza y origen, según los contextos históricos y culturales en que se desarrolla. La derivación normativa por vía de determinación deja abierto un amplio campo a las variadas fuentes jurídicas posibles.
En una visión nominalista (Ockham), no habría tal cosa como “El Derecho Civil”, sea Forma o esencia, sino únicamente diferentes fenómenos histórico-jurídicos que la humanidad, bajo diversos criterios, ha denominado “Derecho Civil”.
Los pensadores racionalistas post-cartesianos, varios de los cuales se agrupan bajo la corriente del Iusnaturalismo Moderno, creían haber llegado a descubrir las leyes inmutables y eternas que rigen el universo, incluyendo las relaciones jurídicas, a partir de las cuales sería posible deducir lógicamente, como un sistema armónico y completo de premisas y conclusiones, las normas que debían regir una sociedad. Queda excluida la contextualización histórica, cultural, espacio-temporal, que admitía el Iusnaturalismo Clásico (que tiene a Aristóteles y Aquino como sus principales exponentes).
Para la denominada Escuela Histórica, en cambio, todo ordenamiento jurídico está completamente determinado por las circunstancias históricas y culturales de cada pueblo, hasta el punto de decir que el Derecho vendría a ser expresión del Espíritu del Pueblo (“Volkgeist”), por lo que mal haríamos en pretender que una sola solución jurídica sea o deba considerarse válida para todo pueblo, en todo tiempo y lugar.
Estas son las principales posturas del pensamiento ius-filosófico que se enfrentarían al momento de responder a nuestra interrogante titular. Para entender qué es el Derecho Civil, por tanto, resulta útil examinar los diversos sentidos en que el mismo se ha entendido a lo largo de los siglos, hasta adquirir los contornos que le caracterizan en nuestros días.
La Antigua Roma
Todos los pueblos, por la dinámica propia de todo grupo social, han desarrollado instituciones jurídicas, articulándolas mediante diversas fuentes (costumbre, jurisprudencia, legislación), y atribuyéndoles diversos orígenes y características según sus particulares cosmovisiones y concepciones religiosas, políticas, sociales, y antropológicas. Pero, como todo jurista sabe, es en la Antigua Roma donde encontramos por primera vez, o al menos de forma elaborada, el Derecho entendido como un arte, y como objeto de la indagación científica y filosófica en cuanto elemento de la convivencia humana.
Los antiguos griegos inauguran el uso de la razón como herramienta para comprender al ser humano y su entorno, y ya los grandes pensadores como Sócrates, Platón y Aristóteles, dedicaron sus preclaras mentes a la reflexión sobre las leyes, la costumbre, la justicia, con ocasión de sus consideraciones sobre el ordenamiento social y la naturaleza humana. Pero tales indagaciones se ubicaban más en el contexto general de lo que hoy consideraríamos propiamente la filosofía política, moral, o social (pensemos en la “República” de Platón, o la “Política” y la “Ética” de Aristóteles). Fueron los romanos quienes, no sin la influencia de la cultura griega, y aportando su propio sentido práctico combinado con la necesidad de gobernar una sociedad cada vez más compleja y extensa, centraron su mirada sobre las instituciones y relaciones jurídicas: los contratos, las obligaciones, los crímenes y delitos, los procesos jurisdiccionales, etc. Aun cuando no elaboraran “teorías generales” y armónicas como a las que hoy estamos acostumbrados, desarrollaron un vasto estudio del Derecho desde y a través de los casos más particulares, hasta los principios y reglas que con ocasión de ellos se descubrían o formulaban.
Es, precisamente, a Roma que debemos las mismas palabras “Derecho Civil”: “civil” dice relación a la “civitas” o ciudad, como se conocía a la que llegaría a ser capital del mundo. Así, por “ius civile” se entendía de modo amplio y general “el derecho de nuestra ciudad” (“ius nostrae civitatis”), que Gayo en la época clásica describe como “el derecho que cada pueblo establece para sí”. La comprensión del “ius civile” así entendido lo contraponía (no a modo de oposición o pugna material, sino como distinción conceptual en cuanto a su origen y alcances), al derecho de gentes, derecho de las naciones, o “ius gentium”, entendido como aquel “que la razón natural establece entre todos los hombres”. Con esto, Gayo hacía eco de una noción que se encontraba ya en Aristóteles, según el cual el hombre es un animal social, y en toda sociedad humana lo justo es en parte natural y en parte convencional, teniendo lo justo natural validez en todo grupo humano, tiempo y lugar, y lo justo convencional únicamente entre los pueblos o personas que participaban de dichas convenciones (que podían ser desde el contrato –convención entre individuos–, hasta las leyes y costumbres –convenciones entre grupos humanos por vía de los procesos sociales y políticos de formación normativa que les son propios–). En este sentido, “ius civile” o Derecho Civil no hace referencia a determinadas materias que se engloban bajo dicha denominación desde el punto de vista científico-jurídico, excluyendo otras que caen bajo la esfera de otras disciplinas (como hoy lo entendemos), sino únicamente al hecho de que son las normas jurídicas propias de un pueblo determinado.
En las épocas más remotas del Derecho Romano, el “ius civile” se identificó primordialmente con la famosa Ley de las XII Tablas, en que se trató de recopilar y ordenar las más importantes normas jurídicas que regían al pueblo romano, surgidas de sus tradiciones y costumbres no escritas. Con el tiempo, se entendió que estas normas ya no eran suficientes para regir la vida social, por surgir nuevas situaciones que ellas no contemplaban, o por modificarse las ideas sociales que las fundamentaban, etc. Se hizo necesario, entonces, complementar este “ius civile” de las XII Tablas con otras fuentes, tales como las leyes y plebiscitos: así, por ejemplo, la famosa Lex Aquilia, un plebiscito que reguló lo relativo al daño extracontractual, la responsabilidad civil por daños y perjuicios, que hasta nuestros días seguimos conociendo alternativamente como “responsabilidad aquiliana”, en atención a su origen histórico.
Ya para la época de Gayo, el Derecho del pueblo romano (su Derecho Civil) se integraba por diversas fuentes como las leyes, plebiscitos, senadoconsultos, constituciones de los príncipes, edictos de los magistrados, y respuestas de los prudentes (jurisprudentes, o jurisconsultos, lo que hoy llamaríamos “dictámenes”), enumeración que tampoco se refiere a su contenido material sino al órgano político del cual emanaban: así, la “ley” no se entiende en su sentido actual de norma general y abstracta que rige un número indeterminado de casos futuros (ley en sentido material), sino como algo más cercano a lo que en la actualidad llamaríamos ley en sentido formal (norma emanada del órgano legislativo, normalmente de tipo parlamentario representativo en muchas constituciones contemporáneas). Solo que en Roma este órgano político que dictaba leyes era específicamente el Pueblo a través de los diversos tipos de comicios (una especie de democracia directa). El Senado, que en la terminología actual fácilmente se confunde con un órgano legislativo de carácter representativo, era en realidad un órgano político que deliberaba sobre asuntos de interés público, cuya función primordial no era elaborar normas jurídicas (la representatividad y la función legislativa son producto de concepciones más modernas –no por eso necesariamente mejores– de la filosofía política y constitucional). Pero, cuando sí emanaba normas jurídicas de observancia general (ley en sentido material), estos instrumentos normativos recibían el nombre de senadoconsultos. Asimismo, los príncipes (nombre dado a los primeros Emperadores) también tenían lo que hoy llamaríamos “potestad legislativa”, expresada a través de sus “constituciones” (que, desde luego, no se usa en la misma acepción en que hoy entendemos una Constitución Política que configura la organización de un Estado), o de otras fuentes como “rescriptos”, entre otras.
De entre todas estas diversas fuentes de lo que fue el “ius civile” del pueblo romano, es preciso destacar lo que hoy, de modo general, podríamos denominar la “jurisprudencia”: las normas surgidas a partir de la resolución de casos concretos, que se aplicaban posteriormente a nuevos casos iguales o similares. En la actualidad, por “jurisprudencia” entendemos propiamente las resoluciones de los órganos jurisdiccionales, pero para la antigua Roma debemos hacer una precisión: los romanos llamaban “prudentes” o “jurisprudentes” a los estudiosos del Derecho, y sus respuestas (“responsa prudentium”) eran fuente formal del Derecho, incluso llegando en épocas posteriores a emitirse leyes que regulaban qué juristas podían ser citados como autoridad ante los tribunales, estableciendo jerarquías y criterios decisorios entre ellos (por ejemplo, si las opiniones de los prudentes estaban divididas, debía prevalecer el criterio de Papiniano). Este es el sentido propio que tiene la “jurisprudencia” en el Derecho Romano, como criterio decisorio de una controversia jurídica enunciado, no por una autoridad política, sino científica (“académica”, diríamos hoy).
Esto también tiene raíces en algunas ideas de Aristóteles, para quien la “prudencia” era la virtud propia de la razón práctica, es decir, el hábito moral que se ejercita al tener que encontrar la solución justa para un caso concreto. Para los romanos, como para Aristóteles, la justicia y el Derecho no eran cosas abstractas y teóricas de donde derivar conclusiones lógicas deductivas, sino asuntos eminentemente prácticos en que debía buscarse la solución adecuada a la razón, la naturaleza, y las circunstancias concretas bajo examen.
Bajo esta concepción, también los romanos tuvieron una fuente jurídica de suma importancia histórica que acaso se asemeja más a la noción contemporánea de “jurisprudencia”: cuando una controversia era llevada ante un magistrado, éste disponía la forma y criterios según los cuales debía resolverse, y con estas instrucciones delegaba su conocimiento y decisión final a un juez, que no era funcionario público sino un particular. El magistrado actuaba únicamente como una especie de “filtro”, para decidir si la controversia ameritaba una solución jurídica, y dictaba instrucciones sobre cómo debía resolverse si se probaren tales o cuales extremos fácticos invocados por las partes del litigio. Pero la recepción de pruebas, y su valoración para sustentar la decisión final, las hacía un particular actuando como juez, dentro de los límites y con apego a las instrucciones dadas por el magistrado. A raíz de los casos concretos que conocía el magistrado, o previamente al iniciar su periodo de ejercicio, éste podía emitir una norma de carácter general en que enunciaba en qué situaciones y de qué manera ordenaría que fueran resueltos los casos que se llevaren ante su autoridad. Estas normas recibían el nombre de “edictos”, y los magistrados que más los emplearon fueron los pretores (delegados del cónsul para el conocimiento de casos en general: llamado “urbano” si la controversia involucraba a ciudadanos romanos, y “peregrino” si una de las partes era extranjera) y los ediles (encargados de administrar justicia en los mercados públicos, predecesores remotos de lo que hoy llamaríamos Derecho Mercantil y Derecho del Consumidor y Usuario). El pretor peregrino, en particular, tuvo un papel importante, pues al entrar en contacto con las concepciones jurídicas de extranjeros, contribuyó al descubrimiento de ese fondo común de nociones de justicia que conformaban el “ius gentium”.
La gran importancia de los edictos de los magistrados, principalmente de los pretores, radica en que a través de esa potestad normativa corrigieron y ampliaron el “ius civile”, conformando así un cuerpo normativo conocido como “ius honorarium” o derecho honorario, así llamado en atención a que los magistrados hacían una carrera de cargos públicos conocida como “cursus honorum” o carrera de los honores. Así, volviendo al ejemplo de la Lex Aquilia, a través de edictos se extendió su aplicación a casos no contemplados en la legislación original, y se sentaron parámetros para su interpretación y aplicación a la luz de las exigencias de la realidad práctica, que la norma original general no podía haber previsto: la norma legal sobre herida física directa se extiende por edicto a casos de envenenamiento o corrupción moral, por ejemplo.
El pretor que sucedía a otro en el cargo, podía basar sus propios edictos en los de sus predecesores, a la vez que dictar nuevos, acumulando la experiencia a través de los años y las épocas: el derecho honorario no era formulado por un solo hombre aplicando de arriba hacia abajo sus ideas personales, sino era resultado del conocimiento y experiencia de varios magistrados que a través del tiempo sumaban su “prudencia jurídica” a la de sus colegas y predecesores, nacida del contacto directo con la realidad social cambiante. Esto dotó al Derecho Romano de un dinamismo y realismo, una flexibilidad y amplitud, que le permitió arribar al vasto cuerpo de conocimiento jurídico que legó a la posteridad.
En tal virtud, se puede afirmar que otra noción de Derecho Civil presente en el Derecho Romano fue la de norma legislada por órganos deliberativos (el Senado, o el Pueblo en comicios: el Senatus Populusque Romanus que da origen a las siglas “SPQR” que hasta la fecha identifican a la Ciudad Eterna), en tanto distinta de la norma contenida en el edicto de un magistrado que conoce casos concretos. Así, por ejemplo, se hablaba de acciones “civiles” cuando surgían de la ley, y de acciones “honorarias” cuando surgían del magistrado. Como hemos visto, ya para la época clásica el “ius honorarium” era considerado parte del “ius civile”, entendido de modo más general como el propio del pueblo romano; los jurisconsultos se dedicaron al estudio científico de los edictos, influyéndose recíprocamente ambas fuentes que en un sentido moderno y amplio denominaríamos “jurisprudenciales”; los Emperadores recopilaron los edictos de los magistrados promulgándolos como propios, destacando el famoso “Edicto Perpetuo” del Emperador Adriano.
La Edad Media
La influencia ideológica posterior de la Ilustración nos ha acostumbrado a pensar en la Edad Media como una etapa de oscurantismo, barbarie y retroceso, que la humanidad no superó sino hasta redescubrir la cultura clásica con el Renacimiento y recibir “las luces” del Iluminismo; y el cristianismo, o más concretamente la Iglesia Católica, sería el gran culpable de toda esa debacle cultural. El propio nombre de “Edad Media” indica la idea de una etapa “entre” fases más importantes de la humanidad. Esto es sólo parcialmente verdad si consideramos los siglos desde la caída del Imperio Romano de Occidente en el 476 d.C., y la crisis obedeció a diversos factores, entre ellos y de modo importante, el caos político surgido al destruirse las estructuras políticas y administrativas del Imperio Romano, cayendo en manos de líderes tribales germánicos que no estaban preparados (a veces, tampoco interesados) en gobernar ordenadamente un territorio tan vasto.
Actualmente varios historiadores coinciden en que la Edad Media no fue tan terrible como ciertos prejuicios revolucionarios la han pintado, y esto es cierto también, y de modo muy interesante, en el ámbito jurídico: en efecto, algunos hablan de la Edad Media, especialmente a partir del siglo XI, como “el Renacimiento de la Cultura Jurídica de Occidente”, y es también la época en que el Derecho Civil empieza a adquirir algunos de los contornos conceptuales y sustantivos que hoy lo caracterizan.
El crecimiento geográfico y político del Imperio Romano provocó su división territorial, en términos generales, en Oriente y Occidente, incluso llegándose a disminuir la importancia de la propia ciudad de Roma a tal punto que la capital del Imperio se trasladó a la ciudad oriental de Bizancio, que el Emperador Constantino llamó “Constantinopla”, donde se desarrollaría el llamado Imperio Bizantino en épocas posteriores, como continuación política de lo que había sido el Imperio Romano de Oriente. Con la caída del Imperio Romano de Occidente en el 476 d.C., el continente europeo se sumió en una época de inestabilidad política, social y económica, que menoscabó el estudio y desarrollo del Derecho hasta llegar a lo que hoy los estudiosos denominan su vulgarización y deterioro. Los pueblos germánicos cuya invasión derribó el otrora glorioso Imperio, aportaron nuevos elementos que serían la base del desarrollo jurídico del mundo occidental en los siglos venideros.
Sin embargo, en Oriente se logró preservar el cultivo de las artes y las ciencias, y así como los filósofos y científicos árabes se dedicaron al estudio del pensamiento de Aristóteles y de las ciencias griegas como la matemática (enriqueciéndola, por ejemplo, con los números que hasta el día de hoy llamamos “arábigos”), también en Oriente se continuó el estudio del Derecho Romano.
La obra más importante que los estudiosos orientales legaron a la humanidad en materia jurídica es, sin duda alguna, el “Corpus Iuris Civilis”. El Emperador Justiniano, buscando restaurar la gloria del Imperio Romano (afán que le llevó también a buscar la reconquista militar de la península itálica), designó una comisión de juristas encabezada por su consultor Triboniano, confiándoles la tarea de recopilar y organizar los escritos de los grandes juristas de la Roma Clásica, dando origen a la monumental obra del “Digesto” o “Pandectas”, en que se preservaron las enseñanzas de los juristas clásicos en todas las materias que conformaban el “ius civile”. A esto se añadió el “Código” y las “Novelas”, recopilaciones de leyes emanadas por Justiniano y otros emperadores orientales, y las “Instituciones”, obra didáctica introductoria de todo el Derecho Civil Romano, modelada sobre la base de la obra del mismo nombre escrita por Gayo. Todas estas fuentes, en su conjunto, conformaron el denominado “Cuerpo del Derecho Civil”, que era esencialmente la compilación de las fuentes romanas clásicas, actualizadas (mediante las llamadas “interpolaciones”) con las influencias sociales y filosóficas de la época justinianea, entre las cuales ya figuraba de modo importante el cristianismo.
Mientras tanto, en Occidente, se hizo un intento por revivir el Imperio Romano al coronar, en la Navidad del año 800 d.C., a Carlomagno como Emperador de Occidente. Surge así la que algunos han llamado la “primera Europa”, que en el 843 se divide en la Francia Occidental, la Francia Oriental (que se llamaría el “Sacro Imperio Romano Germánico”), y Borgoña. Durante esta época, se produce el llamado “Renacimiento Carolingio” (llamado así por la figura de Carlomagno, y que no debe confundirse con el “Renacimiento” posterior), en el cual se dio un nuevo impulso a la educación, a través del establecimiento de escuelas municipales y episcopales, y donde posteriormente surgirían las Universidades. Entre los años 1000 a 1300, y especialmente desde el 1200, se produce una recuperación cultural conforme se va saliendo del caos político que habían supuesto los siglos posteriores a la caída del Imperio de Occidente.
Es en este contexto que, a finales del siglo XI, en la Universidad de Bolonia se “redescubre” en Occidente el Corpus Iuris Civilis justinianeo, a través de Irnerio, quien se dedica a su estudio dando origen a la escuela de los Glosadores, así llamados pues se dedicaban a “glosar” o explicar, mediante anotaciones, los pasajes del Corpus, especialmente del Digesto. Su obra culminante fue la “Magna Glosa” de Acursio. Posteriormente, los llamados Comentaristas (o “post-glosadores”), cuya figura central fue Bártolo de Sassoferrato, continúan el estudio del Corpus, añadiendo un elemento más creativo, sobre la base de la intelección exegética que había ocupado primordialmente a los Glosadores.
El renovado interés de Occidente por el Derecho Romano va de la mano con el “redescubrimiento” de los filósofos griegos: Platón, a través de los neoplatonistas o neoplatónicos, que en cierta forma habían mantenido influencia a través de pensadores como Plotino y San Agustín de Hipona, y Aristóteles, reintroducido a Occidente a través de los estudios de pensadores islámicos, que culminaría luego en la gran figura del pensamiento medieval y universal, Santo Tomás de Aquino. De esta manera, la filosofía griega y el Derecho Romano confirmaron su papel como pilares fundantes de la civilización occidental, junto con su tercer gran elemento constitutivo: el cristianismo.
El cristianismo fue importante en el mundo jurídico medieval en muchos sentidos, uno de ellos mediante el desarrollo del Derecho Canónico. Siendo el ordenamiento jurídico de la Iglesia Católica, el Derecho Canónico tuvo gran influencia en la sociedad debido a que, por las características de la Edad Media, la Iglesia ejercía jurisdicción en asuntos tales como el matrimonio, algunos delitos, etc. Por eso su importancia trasciende el ámbito puramente eclesiástico, y también hacia el 1040 fue objeto de recopilación académica en busca de armonizar sus materiales y facilitar su estudio, cuando el canonista Graciano elabora su “Decreto”, base del posterior “Corpus Iuris Canonici” o “Cuerpo del Derecho Canónico”, aparecido hacia el 1500. Así como el estudio del Corpus Iuris Civilis dio origen a las escuelas de Glosadores y Comentaristas, el del Corpus Iuris Canonici originó las de los Decretistas (estudiosos del “Decreto” de Graciano) y Decretalistas (estudiosos de las “decretales”, o normas pontificias).
Irnerio y Graciano: Corpus Iuris Civilis y Corpus Iuris Canonici: Derecho Civil (Romano) y Derecho Canónico: tales son las bases de lo que en la Edad Media llegó a constituir el Derecho Común o “Ius Commune”, así llamado porque su aplicación era una base general complementada con la gran diversidad de otros ordenamientos jurídicos que surgieron a raíz de las circunstancias políticas de la época, como lo fueron las normas emanadas, en sus respectivos ámbitos geográficos y competenciales, de los emperadores, los reyes, los señores feudales, las ciudades, los gremios mercantiles y profesionales, los derechos locales de las diversas regiones y nacionalidades, etc. La Edad Media fue una etapa de pluralismo jurídico, reflejando la coexistencia (con frecuencia conflictiva) de diversas autoridades. El Derecho Civil (Romano) y el Derecho Canónico fueron un sustrato común que permitió cierta identificación y comunicación entre los diversos ámbitos de la vida social de Europa Occidental.
De esta forma, en la Edad Media surge otra conceptualización del Derecho Civil: el Derecho Romano, en tanto distinto de las fuentes pluralistas con que coexistió, así como del Derecho Canónico. Aún en nuestros días, podemos escuchar a un canonista decir, por ejemplo, que la regulación de delitos por parte del Estado es competencia propia del “Derecho Civil”, cosa que a un jurista le resultará extraña y chocante, pues sabemos que es materia del Derecho Penal, pero que el canonista afirma porque está distinguiendo con esta terminología entre el Derecho Canónico (Eclesiástico), y el Derecho emanado por los Estados modernos, en un contexto de separación Iglesia-Estado. Que se emplee el término “Derecho Civil” para designar el Derecho “del Estado” en tanto distinto del Derecho Canónico, es fruto de desarrollos jurídicos y políticos posteriores que en su momento veremos. Si volvemos la mirada a la Edad Media a la luz de esta acepción concreta de “Derecho Civil”, tendríamos que incluir en ella no solo al Derecho Romano (como se le entendió en el Medioevo), sino también a las diversas fuentes pluralistas antes nombradas: lo que sucede es que, dado ese contexto de autoridades coexistentes, no había surgido aún la noción moderna del Estado unitario, nacional y secular.
Aún así, ambas acepciones expuestas en el párrafo anterior siguen refiriéndose al Derecho Civil en atención a su origen o fuente, como sucedía en la antigüedad, y no atendiendo a su contenido. Pero es precisamente en la Edad Media que, a nuestro entender, empieza a surgir la delimitación sustantiva del Derecho Civil: uno de los elementos del pluralismo jurídico apuntado consistió en que los mercaderes se asociaron, creando tribunales y normas propios, para regir su actividad mercantil. De ahí surgieron los antecedentes más remotos de algunas figuras que hoy encontramos desarrolladas, como los títulos de crédito, las sociedades o compañías, las quiebras, las marcas, el uso probatorio de libros contables, entre otras. Es decir, se comienzan a distinguir instituciones jurídicas propias de un ordenamiento cuya aplicación se limita a determinados sujetos y supuestos, en atención a las particularidades que los caracterizan y que originan exigencias propias, no generales, que el Derecho Civil (Romano) no satisfacía: nace así el Derecho Mercantil.
Algunos han querido ver también el surgimiento del Derecho Laboral en los ordenamientos de los gremios profesionales medievales, pero la doctrina ius-laboralista sitúa su origen propiamente en procesos históricos de la época industrial de siglos posteriores. De igual manera, durante la Edad Media se sientan las bases de algunos postulados que serán importantes después para el constitucionalismo moderno, y por ende para el Derecho Constitucional, a través de las discusiones suscitadas por la llamada crisis conciliarista que cuestionó el origen y alcances de la autoridad del Papa dentro de la Iglesia Católica como sociedad humana. Pero su desarrollo propio, importantísimo para distinguir el Derecho Civil como Derecho Privado, en tanto distinto del Derecho Público, se dará también en épocas venideras.
Las tradiciones jurídicas de Occidente
El marco histórico, político y jurídico de la Edad Media dio lugar al surgimiento de lo que hoy consideramos, en forma muy general, como las dos grandes corrientes o tradiciones jurídicas occidentales: por un lado, en Europa continental se consolida el Ius Commune romano y canónico, fondo sobre el cual se añaden los elementos jurídicos locales de los que más adelante llegarían a constituir los Estados nacionales. Por otro, en las islas de la Gran Bretaña se desarrolla un sistema jurídico que –por una serie de factores geográficos y políticos– no recibe tanta influencia del Ius Commune continental, conformando su derecho local por vía del precedente judicial. A estas dos tradiciones se les conoce bajo diversos nombres: por un lado, Derecho Continental, Romano-Canónico, Romano-Germánico, Civilista, Codificado, etc.; por otro, Derecho Anglosajón, Common Law, etc.
Esta diferencia se vuelve aún más marcada cuando, en siglos posteriores, la tradición continental arriba al fenómeno de la Codificación, mientras que Inglaterra conserva su sistema que prioriza normas de origen jurisdiccional. Cuando los europeos descubren América, estas formas de producción jurídica se trasladan a los territorios de ultramar: así, los territorios del Norte que reciben la influencia de Gran Bretaña heredarán un sistema jurídico centrado sobre el precedente judicial, y la América Latina, influida por España y Portugal, se inclinará por el derecho legislado, y adoptará los frutos de la codificación.
Desde luego, esta distinción admite matices: también los países del Common Law tienen legislación escrita (estatutos o “statute law”), que puede ser hasta más compleja y extensa que las legislaciones de un sistema codificado (precisamente por no basarse en los principios de la Codificación); también los países de la tradición civilista tienen, en diversos grados y formas, la jurisprudencia como fuente de Derecho, aunque generalmente subordinada (al menos en teoría) a la ley o legislación que es su fuente principal. Asimismo, la influencia de Francia en algunos territorios de la América del Norte los marcan con una influencia “civilista” o “codificada”, y en Escocia hubo una cierta mayor recepción del Derecho Romano gracias a su contacto académico con Holanda, etc.
Es interesante notar que la tradición jurídica continental es a veces también llamada “civilista”, a tal grado que desde la perspectiva del Common Law, no existe una noción de “Derecho Civil”, y el término “Civil Law” se utiliza, no para agrupar las materias que encontraríamos en un típico Código Civil (Family Law, Estate Law, Law of Contracts, Law of Torts, etc.), sino precisamente para referirse a la tradición jurídica surgida en la Europa continental, en tanto distinta de la que inspira el derecho anglo-americano.
La Codificación y desarrollos posteriores
En nuestros días, y al menos en países que participan de la tradición jurídica continental, acaso lo primero que haríamos para responder a la pregunta “¿qué es Derecho Civil?”, sería acudir a un Código Civil: en él encontramos reguladas diversas materias que, si bien son distintas de un Código a otro (tanto contemporáneos como históricos) en cuanto a su sistematización y contenido, son por lo general las mismas: la Persona, la Familia, los Bienes y Derechos Reales, las Obligaciones, los Contratos, las Sucesiones.
Después de la Edad Media, con el advenimiento del racionalismo cartesiano, cobró mucha influencia jurídica el pensamiento antes expuesto según el cual era posible descubrir normas racionales, inmutables, que fueran base lógica de un ordenamiento de validez perpetua. Este pensamiento, junto con otras influencias filosóficas y jurídicas, contribuyó al fenómeno de la Codificación, que buscaba ordenar materialmente las normas jurídicas en forma clara y sistemática, facilitando el manejo de la normativa mediante la promulgación de leyes en que se plasmaran todas las normas necesarias para el jurista, en forma de artículos.
La aspiración racionalista de validez universal que inspiraba la codificación produjo, por ejemplo, que muchos países adoptaran el Código Civil de Napoleón, a veces sin siquiera traducirlo de su original francés. Una de las discusiones más importantes de la codificación fue, precisamente, qué tanta cabida debía darse en ella a las costumbres jurídicas locales de los pueblos que recibirían la aplicabilidad de los nuevos Códigos.
Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en Francia, en Alemania se dio una pugna (el famoso debate Thibaut-Savigny) contra la Codificación, de donde surge el ya expuesto planteamiento de la Escuela Histórica, según la cual los fines de sistematización y clarificación jurídica que la codificación pretendía, no serían tarea del legislador sino de los estudiosos del Derecho, el llamado “Derecho Científico”. Alemania eventualmente tendría también su Código Civil, el famoso BGB, pero tuvo que esperar hasta 1900.
Aún separada de sus motivos filosóficos originales, la discusión suscitada entre los partidarios de la Codificación y la Escuela Histórica no ha terminado: en Guatemala, por ejemplo, he escuchado a abogados penalistas afirmar que el gran error del Código Procesal Penal es que fue hecho por expertos extranjeros que poco o nada conocían de la realidad guatemalteca, trayendo nuevamente a la mesa el debate entre una supuesta perfección (sea técnica o sustantiva) y las exigencias propias de un contexto histórico, cultural y geográfico determinado. Hemos sabido que algunos diputados “copian” legislaciones extranjeras sin adaptarlas al contexto nacional, etc.
Aquella primera gran división del Derecho Privado entre Civil y Mercantil, que vimos surgir en la Edad Media, se reflejó en la Codificación, cuyos productos más característicos e influyentes fueron los famosos “Cinco Códigos” de la era napoleónica: el Civil, el de Comercio, el de Procedimiento Civil, el Penal, y el de Instrucción Criminal.
Más adelante, las luchas sociales surgidas por motivo de la industrialización, movidas por la idea de la intervención del Estado y la ideología socialista, hacen surgir una nueva gran rama del Derecho: el Derecho del Trabajo o Derecho Laboral, que busca tutelar al trabajador como sujeto de derecho entendido en el contexto propio de la relación económico-jurídica con su empleador o patrono.
Una similar aspiración tutelar dio origen al Derecho de Autor, que la explotación económica de las obras artísticas, literarias y científicas, amplió para incluir los llamados Derechos Conexos, que protegen al artista intérprete o ejecutante, a los productores de fonogramas, y los organismos de radiodifusión. Esta disciplina forma parte de la Propiedad Intelectual, junto con la Propiedad Industrial, que regula de modo específico la tutela jurídica de las invenciones, los modelos de utilidad, diseños industriales, y en la que algunos autores incluyen también la protección de las marcas y demás signos distintivos empleados en el comercio (en Guatemala, la Ley de Propiedad Industrial agrupa todas estas figuras), que es a su vez una especialización del Derecho Mercantil en cuanto regula propiamente bienes que son considerados de forma general como objetos mercantiles. El Derecho Mercantil también se ha escindido en nuevas ramas como el Derecho Financiero o Bancario (en atención a la especial intervención estatal que caracteriza los servicios financieros), o el Derecho del Consumidor y Usuario (que busca proteger a estos sujetos de derecho en el contexto de la prestación masiva de productos y servicios).
El Derecho Civil en Guatemala
Guatemala surge como República independiente en 1847, durante el gobierno de Rafael Carrera. Anteriormente, como Estado formaba parte de la República Federal de Centroamérica, que a su vez antes formaba un solo territorio llamado Capitanía General de Guatemala, abarcando todo el istmo de la América Central, previo a su independencia.
Como parte política de España, Guatemala se reguló jurídicamente por las leyes españolas, entre las cuales destacan las Siete Partidas y el Fuero Real, que databan del siglo XIII. Desde antes de la independencia, ya la Constitución de Cádiz (1812) había previsto la formación de códigos legales. Los vaivenes políticos de la época impidieron arribar a esta meta, y la sustitución de las antiguas leyes españolas por Códigos nacionales fue un elemento de pugna entre las facciones liberales y conservadoras que se disputaron el poder político en nuestro país durante sus primeras décadas de vida independiente. Un episodio de interés lo constituye el intento de promulgar en Guatemala los denominados Códigos de Livingston, elaborados por el jurista de dicho apellido para el Estado de Louisiana. Si bien se recuerda por haber pretendido introducir el sistema de juicios por jurado en materia penal, debemos resaltar que se proyectaba también adoptar un Código Civil basado en el que Livingston había propuesto para Louisiana, siguiendo el modelo francés. Esto tampoco llegó a realizarse.
Fue hasta 1877, bajo el gobierno de J. Rufino Barrios, que Guatemala finalmente promulgó su primer Código Civil (así como el de Comercio, y su respectivo código procesal o de enjuiciamiento), que algunos estudiosos consideran una adaptación del Código Civil del Perú de 1852, a su vez la primera codificación endógena producida en Iberoamérica.
Este Código estuvo en vigor hasta ser parcialmente sustituido por el Código Civil de 1933, aunque en 1926 había sufrido amplias reformas en su Libro 1º, de las Personas. El Código de 1933 no reguló el Derecho de Obligaciones, pues paralelamente se proyectaba sustituirlo por un nuevo Código unificado de Obligaciones Civiles y Mercantiles, el cual nunca llegó a promulgarse. De esta manera, los Códigos de 1877 y de 1933 rigieron la materia civil, hasta promulgarse el Código Civil actualmente en vigor, en 1963 (vigente desde 1964). Debido a un cambio en la sistemática adoptada por los Códigos entre el de 1877 y el de 1933, no debe pensarse que el de 1877 persistió vigente en la totalidad de su Libro 3º, ya que algunas figuras que en él se regulaban fueron trasladadas al Libro sobre Derechos Reales en el Código de 1933 (por ejemplo: el de 1877 regulaba la Hipoteca y la Prenda dentro de los Contratos, y el de 1933 los incluyó dentro de los Derechos Reales).
A la par de los Códigos de 1877 y 1933, se emitieron otras leyes que regularon algunas materias civiles, como matrimonio y divorcio, unión de hecho, adopción, algunas disposiciones complementarias sobre hipotecas, propiedad horizontal, etc. Uno de los propósitos del Código Civil de 1963 fue unificar todas estas leyes dispersas en un solo cuerpo normativo.
En la actualidad, asistimos al proceso inverso, en que varias materias originalmente reguladas en el Código Civil se han trasladado a leyes especiales, por diversos motivos: ya con la promulgación del Código de Comercio se trasladaron a él algunos contratos vinculados con el Derecho de Autor y Derechos Conexos, que a su vez ahora se regulan en la Ley especial de dicha materia, así como el fideicomiso, hospedaje, transporte; la Ley de Arbitraje sustrajo del Código Civil el contrato de compromiso; y se han promulgado leyes específicas en materia de Garantías Mobiliarias (aunque dejando vigente la regulación Civil de la prenda), Adopciones, Registro Civil (Registro Nacional de las Personas); el registro de personas jurídicas se delegó a Reglamentos gubernativos; y tampoco han faltado reformas importantes hechas sobre el mismo Código, entre ellas en materia de Obligaciones cuando se adoptó la libre negociación de divisas, o en materia de filiación con la introducción de la prueba de ADN para la paternidad tanto dentro como fuera del matrimonio (el Anteproyecto de reforma únicamente contemplaba la extramatrimonial, conservando el principio “pater is est quem nuptiae demonstrant” para la matrimonial). De hecho, el Código Civil nunca estuvo vigente en su redacción original conforme el Decreto-Ley 106, pues ya durante su vacatio legis se introdujeron numerosas y significativas reformas mediante el Decreto-Ley 218.
Si bien es cierto que algunas de las “desmembraciones” que ha sufrido el Código Civil ubican sus materias ya en otra disciplina jurídica distinta, también es cierto que algunas de ellas siguen siendo aplicables a relaciones civiles, y que el Código no es la única fuente de Derecho Civil nacional: así, por ejemplo, los contratos sobre Derecho de Autor y Derechos Conexos ya forman parte de una disciplina jurídica autónoma, ni siquiera son ya mercantiles, pero la Ley de Garantías Mobiliarias puede ser aplicable a relaciones civiles, al igual que la de Arbitraje (si bien en la práctica se asocia este método alterno de solución de controversias más con el ámbito mercantil). La Ley de Adopciones regula poco (casi nada) de materia sustantiva, siendo más bien una ley de carácter primordialmente orgánico-administrativo y procedimental, mientras en el Código Civil subsisten algunas disposiciones aisladas en materia de adopción, disgregadas entre le regulación de otras instituciones jurídicas. Nuestro Código incluye normas sobre Registro de la Propiedad, cuyo carácter pura y propiamente Civil es muy cuestionable, así como varias normas que corresponderían más bien al Derecho Internacional Privado. La Ley para la Protección Integral de la Niñez y Adolescencia regula aspectos de patria potestad y estatuto jurídico de los menores, acentuando la ya conocida discusión sobre si el Derecho de Familia debe clasificarse en la esfera del Derecho Privado o del Derecho Público (si es público, y si el Derecho Civil es esencialmente privado, ya no lo podríamos considerar materia civil), lo cual podemos decir también de la Ley para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia Intrafamiliar, etc.
Todo esto sin mencionar que, en la práctica (podríamos decir, con más elegancia: “desde la perspectiva del realismo jurídico”), muchas materias del Derecho Civil Guatemalteco ya no se regulan verdaderamente por la ley, sino por el criterio (a veces arbitrario) de oficinas públicas: así, por ejemplo, el Archivo General de Protocolos ha decidido que los tipos de Mandato regulados en el Código Civil son numerus clausus, pasando por alto el principio de autonomía de la voluntad; el Registro de Personas Jurídicas ha adoptado la función de dictar el contenido de los estatutos de personas jurídicas civiles, más allá de verificar el cumplimiento de requisitos establecidos en ley o reglamento; los criterios de la Procuraduría General de la Nación en materia de Sucesiones son cada vez más ocurrentes e inexplicables. (Todo esto va de la mano con el fenómeno que me he atrevido a denominar “la muerte del Derecho Notarial en Guatemala”). Hasta la Corte de Constitucionalidad ha expuesto uno que otro disparate en materia civil, que en principio ni siquiera es de su incumbencia. Pero el proceso de vulgarización jurídica que atraviesa Guatemala, en su regreso hacia el estado de naturaleza hobbesiano, es materia de otro ensayo…
Entonces… ¿qué es el Derecho Civil?
Cuando explico el Derecho Civil en las aulas, me gusta comenzar preguntando a los estudiantes: ¿cuál fue la primera lección de Derecho Civil que recibieron en sus vidas? Por lo general se retrotraen a su primer semestre de estudios de la carrera. Sin embargo, yo respondo: fue cuando en la educación primaria nos explicaron el “ciclo de los seres vivos”: nacen, crecen, se reproducen, y mueren.
Para un ser humano, nacer implica determinar el inicio de la esfera jurídica del nasciturus y el nacido, su cualidad de sujeto de derecho (Personalidad, Capacidad, Domicilio, y las situaciones que los afectan: Interdicción, Ausencia, etc.). Reproducirse implica las relaciones jurídico-sociales que implica la preservación de la especie (Matrimonio, Familia y Parentesco, Paternidad y Filiación, y las situaciones que los afectan: Unión de Hecho, Separación y Divorcio, Tutela –que también se relaciona con la Capacidad–, etc.). Crecer implica la preservación y desarrollo de la vida material, que en el ser humano conlleva el apoyo familiar (Alimentos, Tutela, Patria Potestad, Patrimonio Familiar), y la autodeterminación del sujeto jurídico adulto para administrar sus intereses patrimoniales (Bienes, Derechos Reales, Obligaciones, Contratos). Por último, morir implica las consecuencias jurídicas que la extinción del sujeto de derecho produce en la sociedad (Sucesión, Muerte Presunta). El elemento de certeza jurídica hace surgir instituciones públicas para garantizar lo relativo a Personalidad y Familia (Registro Civil), y Patrimonio (Registro de la Propiedad), aunque el Derecho Registral también ha venido a considerarse una disciplina autónoma, más cercana al Derecho Público (y en eso estoy, en general, de acuerdo).
Por analogía, lo mismo podemos afirmar de tantas otras materias del Derecho: la Sociedad Mercantil se regula desde su nacimiento (constitución, contrato de sociedad, requisitos, capacidad, objeto social, etc.), pasando por su crecimiento (funcionamiento y obligaciones de los órganos sociales), hasta su muerte (liquidación, fusión). Lo mismos sucede con la relación laboral: qué elementos la constituyen, qué obligaciones existen durante su desarrollo, cómo se suspende o termina y qué obligaciones surgen a su terminación.
Si tomamos los Códigos Civiles como un indicador confiable de qué hemos de entender por Derecho Civil, y examinamos desde los textos de las primeras épocas de codificación hasta los actuales, veremos el cambio profundo que muchas instituciones han sufrido, hasta el punto de eliminar algunas: en el Código guatemalteco de 1877, por ejemplo, las mujeres podían ser objeto del contrato de depósito. En otras latitudes, el Código Civil reguló la esclavitud. Ha desaparecido (en Guatemala, por imperativo de rango constitucional) la distinción entre hijos legítimos e ilegítimos. Algunos países tienen limitaciones a la libertad testamentaria como las porciones legítimas de herederos forzosos, que en Guatemala no existen. En algunos países se admite el matrimonio entre personas del mismo sexo. El Derecho de Obligaciones (considerado subdivisión del Derecho Civil) es muy distinto según las concepciones sobre propiedad privada e intercambio económico que lo inspiran (con frecuencia, esto es posible sobre la base de ideologías y políticas de intervencionismo estatal).
Habiendo trazado las líneas generales del desarrollo histórico del Derecho Civil, podemos intentar dar respuesta a nuestra interrogante, recordando las posturas ius-filosóficas que a tal efecto pueden influir.
Desde la consideración del “Derecho Civil” en su acepción más amplia y general como aquel que cada ciudad (Estado, sociedad, grupo humano políticamente organizado, etc.) establece para sí mismo, hasta su actual conformación por materias concretas más o menos comunes en diversos ordenamientos jurídicos, considero que el devenir histórico nos revela el Derecho Civil como una noción que se ha venido delimitando históricamente mediante sustraer de su esfera relaciones jurídicas con características específicas que, por diversos motivos, se ha considerado que ameritan un tratamiento distinto.
Al considerar el Derecho Natural y el Derecho Positivo como componentes de un solo ordenamiento jurídico, las materias que hoy conforman el Derecho Civil siempre habrían tenido una parte natural y una positiva (sea de origen consuetudinario, judicial, o legislativo). Desde luego, esta afirmación carecería de sentido en ese contexto, pues no entenderíamos el Derecho Civil en atención a su contenido, sino a su origen: podríamos decir, que sería equivalente al Derecho Positivo, al Derecho Humano, en la civitas de la que surge. Pero, al adoptar la postura dualista, y más aún al considerar Derecho únicamente al Positivo (aún más, nuevamente, al considerar Derecho Positivo sólo al establecido deliberadamente por un legislador), ya no tiene sentido definir al Derecho Civil en atención a su origen, y surge la necesidad de reflexionar sobre su contenido, para ver si en él se encuentra algo que lo caracterice específicamente frente a otras disciplinas jurídicas.
Por supuesto, esta necesidad no se hace sentir sino precisamente hasta que otras disciplinas empiezan a surgir y, aún regresando a una postura iusnaturalista clásica, nos veríamos en la posición de tener que considerar que el Derecho Civil, aún teniendo elementos tanto naturales como positivos, se puede diferenciar de esas otras materias, si pasamos a definirlo no ya por su origen sino por su contenido.
A mi parecer, es razonable afirmar que esa distinción radica en la perspectiva desde la cual cada disciplina jurídica considera a la persona humana en tanto sujeto de derecho: así, el Derecho Constitucional, en términos modernos, mira a la persona en cuanto habitante de un Estado, aún cuando postule sus Derechos Fundamentales en cuanto persona, históricamente surge con la función de garantizar estos derechos frente al poder público; el Derecho Mercantil resulta aplicable a la persona en cuanto comerciante, o en cuanto término subjetivo de un acto de comercio (dependiendo del criterio que inspire la normativa mercantil, que ha variado con el tiempo); el Derecho Laboral, en cuanto partícipe de una relación económico-jurídica de trabajo, sea como trabajador o patrono; el Derecho de Autor y los Derechos Conexos, en cuanto autor, artista, productor o radiodifusor (la Propiedad Industrial, en cambio, regula bienes mercantiles cuyo titular puede ser cualquier persona, comerciante o no, pero el énfasis es sobre el objeto); el Derecho del Consumidor y Usuario, en cuanto demandante de productos y servicios en el comercio masivo contemporáneo; y así podríamos encontrar criterios diferenciadores en atención a la situación de la persona en cada disciplina jurídica, si bien hay otras que se especializan enfatizando más bien la situación de los objetos y no de los sujetos, como apuntamos respecto de la Propiedad Industrial y podría también ser el caso, por ejemplo, de nuevas ramas jurídicas como el llamado Derecho Energético, Derecho Agrario, etc. El Derecho Penal es interesante, pues en principio establece penas para tutelar la esfera de los derechos de las personas: por ejemplo, vida e integridad – homicidio, lesiones; libertad – detención ilegal, secuestro, coacción, amenazas; propiedad – hurto, robo, usurpación, estafa, etc. Sin embargo, por su peculiaridad de solo ser aplicable en caso de darse la conducta delictiva (recuérdese lo apuntado por algunos juristas sobre la norma primaria y secundaria en materia penal), podríamos también afirmar que el Derecho Penal ve a la persona en tanto delincuente o víctima.
En cambio, el Derecho Civil no hace estas distinciones: a los sujetos de derecho los considera en cuanto tal, en sus dimensiones sociales y jurídicas más básicas, elementales, generales: no todos somos comerciantes, pero todos tenemos capacidad y domicilio; no todos somos autores o artistas, pero todos podemos tener propiedad y contratar; no todos trabajamos en relación de dependencia, pero todos podemos contraer matrimonio o procrear hijos; no todos tenemos necesidad de garantizar nuestros derechos fundamentales frente al poder público (en Guatemala, sí), pero todos podemos contratar con el vecino o entrar en conflicto con él respecto de nuestros bienes u obligaciones. Desde luego, al decir “todos”, no excluyo las diferencias que el propio Derecho Civil establece en cuanto a capacidad, prohibiciones específicas, etc., pero esas determinaciones se hacen, precisamente, porque el Derecho Civil está considerando los alcances de las situaciones jurídicas más básicas del sujeto de derecho, sin atención a otra circunstancia más que el solo hecho de ser una persona viviendo en sociedad.
Con esto, considero que podemos proponer el Derecho Civil como aquel que regula (y digo “regula” en su sentido más clásico de norma como medida de un orden, no en un sentido imperativista), a la persona humana en sus cualidades y relaciones más elementales, básicas y generales de la vida social con relevancia jurídica. La persona jurídica entraría en esta clasificación en cuanto agrupación de personas físicas.
Así como la historia del Derecho Civil nos revela la delimitación de su contenido como resultado de una desmembración de situaciones jurídicas que históricamente han recibido tratamiento distinto en atención a criterios de especialización y diferenciación, esta misma historia nos debe hacer reflexionar sobre si dichas “desmembraciones” son o no necesarias, útiles, justas… especialmente las que provienen de invasiones estatales a la libertad individual, o la concesión de privilegios a individuos o grupos.
Pero, eso, ya es otro tema…