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La sustitución del Derecho por el poder discrecional en el Estado de Guatemala
Lic. Juan Pablo Gramajo Castro

Introducción

Como parte del XXIII Congreso Jurídico del Colegio de Abogados y Notarios de Guatemala, se nos invita a examinar el tema que da título a la presente ponencia, con el objeto de ofrecer una reflexión crítica que coadyuve al enriquecimiento académico y profesional de nuestro gremio y, con ello, al fortalecimiento del Estado de Derecho y la justicia en nuestro país.

Esta ponencia servirá de base a ulteriores discusiones en el seno del Congreso Jurídico, por lo que nos proponemos aportar líneas básicas como punto de partida, destinadas a profundizarse y cuestionarse en la subsiguiente discusión. Pretendemos que nuestro aporte esté fundamentado en la doctrina científica, la ley, y la práctica jurídica de la realidad nacional, para lo cual nos apoyaremos de modo importante sobre la jurisprudencia nacional respecto de los temas tratados, y la experiencia personal en el ejercicio de nuestra noble profesión.

Poder, Derecho, Administración, y discrecionalidad

La presente ponencia se enmarca en el contexto general de un Congreso Jurídico sobre “El Ejercicio del Poder sin Límite en el Estado de Guatemala”, y específicamente versa sobre “La Sustitución del Derecho por el Poder Discrecional”, y más concretamente en el ámbito del Derecho Administrativo, de donde resulta imprescindible establecer algunas nociones básicas sobre Poder y Derecho, su interrelación, la noción general de discrecionalidad, y su implicación en materia administrativa.

Ciertamente, las nociones de Poder y Derecho han sido objeto de amplísima reflexión y debate a lo largo de los siglos en la Filosofía Política y Jurídica, ya desde la antigua Grecia, por lo que jamás pretenderíamos abarcarlo con la merecida profundidad en esta ponencia, ni es ello su objeto. Con esto en mente, acudo a lo expuesto por un pensador cuyo renombre todos conocemos, precisamente, por definir el Derecho en términos de su interrelación con el poder: me refiero a Edgar Bodenheimer, quien nos aporta su famosa definición: “el Derecho es un término medio entre la anarquía y el despotismo”[1].

Bodenheimer arriba a su noción de Derecho sobre la base de entender el poder así: “En sentido sociológico, el poder es la capacidad de un individuo o grupo de llevar a la práctica su voluntad, incluso a pesar de la resistencia de otros individuos o grupos. Puede ejercerse el poder por medios físicos, psicológicos o intelectuales”[2]. A su vez, los dos extremos de poder entre los cuales el Derecho intermedia, los explica de la siguiente manera: “La anarquía significa una situación social en la que se da a todos los miembros de la comunidad un poder ilimitado”[3], es decir, una ausencia de gobierno, mientras que “El despotismo es una forma de gobierno en la que un hombre goza de un poder ilimitado sobre los súbditos a los que rige. Puede manifestarse en dos formas. En primer término puede significar el régimen puramente arbitrario y caprichoso de un hombre que trata de dominar a otros para satisfacer un ansia personal de poder. En segundo lugar puede aparecer en forma de una idea o propósito impersonal que el déspota intenta –o finge querer– realizar. La segunda forma de despotismo tiene más éxito y es a la vez más peligrosa”. En este contexto, Bodenheimer llega a afirmar que “No hay Derecho público sino en un Estado donde el gobierno se ve obligado a actuar dentro de límites bien definidos”[4].

Posteriormente, el citado autor examina la relación del Derecho con otros medios de control social, concretamente la moral, la costumbre, y la administración. Respecto de esta última, que interesa a nuestro tema, nos indica que “Debe definirse el Derecho administrativo como el Derecho que se refiere a las limitaciones puestas a los poderes de los funcionarios y corporaciones administrativas. Perdería su carácter de rama jurídica si su función consistiera en describir y enumerar los poderes ejecutivos y discrecionales, de que se inviste a los órganos administrativos. (…) Esta rama del Derecho tiene como misión salvaguardar los derechos de los individuos y grupos frente a invasiones indebidas por parte de los órganos administrativos. Determina y circunscribe la esfera de acción dentro de la cual deben operar los órganos administrativos; indica también los remedios que quedan abiertos a los ciudadanos en el caso de que el órgano administrativo trascienda su esfera de acción (…). Si se amplía mucho la esfera de actividad libre y sin restricciones del gobierno y se eliminan o restringen en gran medida los remedios de que disponen los individuos o grupos contra la invasión de sus esferas privadas, el Derecho camina hacia su abdicación. (…) El poder sin restricciones y el Derecho son (…) conceptos que se excluyen recíprocamente”[5].

Acudo asimismo a otro autor, quizá conocido más comúnmente como economista, pero que además era Doctor en Derecho y en Ciencias Políticas, en cuyas capacidades realizó aportes de importancia como estudioso de las ciencias sociales en general, y jurídicas y políticas en particular. Me refiero a Friedrich A. Hayek, quien se refiere al Derecho Administrativo así: “La mayor parte de lo que entendemos por derecho público está formada por el derecho administrativo, es decir, por aquellas normas que regulan las actividades de los distintos órganos estatales. (…) Pero la expresión ‘derecho administrativo’ también se emplea en otros dos significados. / Se emplea, desde luego, para designar las normativas establecidas por los órganos administrativos y que son vinculantes no sólo para los funcionarios de estos órganos, sino también para los ciudadanos privados que tratan con ellos. (…) / El término ‘derecho administrativo’ se emplea también para designar los ‘poderes administrativos que se ejercen sobre las personas y las propiedades’, que no consisten en normas generales de recta conducta, sino que tienden a conseguir ciertos objetivos particulares previsibles y que, por lo mismo, implican necesariamente discriminación y discrecionalidad”[6].

Aquí nos encontramos ya con la mención de la discrecionalidad como elemento presente en el Derecho Administrativo. En efecto, dentro de la doctrina propia de esta disciplina jurídica, el doctrinante patrio Hugo Haroldo Calderón Morales nos indica que “Dentro de la clasificación de los actos administrativos podemos señalar como los más importantes los actos reglados y los actos discrecionales”[7], indicando que “Los actos reglados son aquellos que se producen a partir de preceptos legales imperativos que contienen reglas específicas reguladoras de la actividad de la Administración en una materia determinada. En consecuencia, se puede decir que el acto reglado fluye de normas jurídicas, cuya aplicación a las circunstancias del caso no hacen posible interpretaciones diferentes”[8], mientras que “… el acto discrecional es el resultado de conceder al órgano administrativo cierta libertad de actuación, pues la norma fija un ámbito de acción y la facultad de elegir entre varias formas posibles de tomar una decisión, naturalmente dentro de los parámetros que la misma Ley le fija”[9].

Volviendo a Bodenheimer, dicho pensador se refiere a la discrecionalidad administrativa considerando que “Los organismos administrativos deciden los problemas y controversias que se les plantean, no tanto mediante reglas jurídicas fijas, como por aplicación de la discreción y la política gubernamental. Para garantizar el régimen de Derecho hay que poner en algún punto un límite claro a la discreción administrativa. (…) Hasta el punto en que el ejercicio de un margen amplio de discreción administrativa sea absolutamente esencial para el cumplimiento efectivo de alguna finalidad social importante, hay que dar poder a los funcionarios o corporaciones administrativas. (…) Debe suponerse tal abuso de la discreción siempre que el órgano administrativo trate dos situaciones iguales de manera diferente”[10].

Por su parte, Hayek considera, respecto del Derecho Administrativo conforme la segunda acepción que expuso, que “Tales normativas son sin duda necesarias para determinar el uso de los distintos bienes y servicios que el gobierno presta a los ciudadanos, aunque a menudo se extienden más allá de esto y suplen las reglas generales que delimitan el ámbito privado, en cuyo caso constituyen una especie de legislación delegada. (…) Lo importante en el actual contexto es que esta capacidad de ‘legislación administrativa’ debería estar sujeta a las mismas limitaciones que el verdadero poder normativo del cuerpo legislativo general”[11].

Asimismo, en cuanto a la tercera acepción de Derecho Administrativo, Hayek indica que “Es con respecto al derecho administrativo entendido en este sentido como puede surgir un conflicto con el concepto de libertad bajo el imperio de la ley. / (…) Existe (…) una tendencia a interpretar los ‘lugares públicos’ no sólo como servicios prestados al público por el gobierno, sino como todo lugar en que la gente puede reunirse, aunque tales lugares los proporcionen los privados con un criterio comercial, como almacenes, fábricas, teatros, instalaciones deportivas, etc. Aunque sin duda existe la necesidad de reglas generales que garanticen la seguridad y la salud de quienes los utilizan, no es en absoluto evidente que a tal objeto se precise un ‘poder discrecional de policía’”[12].

El ámbito del Derecho Administrativo es de por sí amplísimo, como consecuencia de la gama de papeles, funciones y atribuciones que se asignan en la actualidad a los Gobiernos. Desde el advenimiento del Estado moderno, la Filosofía Política se debate sobre qué roles debe éste cumplir, abarcando desde la concepción de un Estado o Gobierno “mínimo” dedicado únicamente a funciones esenciales como la provisión de seguridad pública y administración de justicia, hasta un Estado con más o menos intervención en asuntos que, al menos en teoría, podrían ser desempeñados por los particulares, yendo desde su regulación especial más allá de las normas generales que rigen toda actividad privada, hasta la absorción (monopólica o no) de la prestación de un bien o servicio por parte del Estado[13]. En ambos espectros hay un papel importante para el Derecho Administrativo, pues aún en un gobierno mínimo habrá necesidad de regular la actividad de la Administración por muy reducida y esencial que sea; y en esquemas de mayor o menor intervención estatal se amplía este rol, haciendo necesaria la existencia de normas administrativas para ejercer la implementación de las regulaciones a que se sujetan ciertas actividades, o bien para normar la prestación de bienes y servicios por parte del Estado.

En Guatemala, nuestra Constitución en su artículo 119 establece un catálogo amplio de “obligaciones fundamentales del Estado” a desarrollarse mediante el sistema constitucional de Gobierno central, autonomías municipales, entidades descentralizadas y autónomas, etc.

Gabriel Zanotti, analizando el pensamiento de Hayek, concluye que, para este pensador, “el bien común en una sociedad se concreta en el orden constitucional”[14], y que “tanto Hayek como Buchanan, en el tratamiento de los bienes públicos, se sitúan en una posición superadora de la dialéctica entre socialdemocracia y gobierno mínimo”[15], a la luz de la cual “Hayek no se opone a la distribución de bienes públicos por parte de los gobiernos locales, siempre que no los monopolicen. (…) en la práctica Hayek no se opuso nunca a la justicia distributiva de gobiernos locales. (…) Son los gobiernos locales los llamados a ocuparse de los problemas de la taxis, mientras que el gobierno central es concebido como una protección de las normas generales de conducta justa del cosmos[16], donde taxis designa un orden creado en forma deliberada para la consecución de fines determinados y previstos (y, en este sentido, es más propio del Derecho Administrativo), y cosmos se refiere a un orden no deliberado, espontáneo, formado por evolución, que no responde a un fin concreto sino provee un marco normativo dentro del cual los participantes pueden perseguir distintos fines individuales o grupales[17]. Como vimos, Hayek al tratar del Derecho Administrativo admite no sólo la necesidad de su existencia, sino también la medida de discrecionalidad que conlleva, si bien propugna por su recto entendimiento, al igual que hoy hemos asumido la tarea de reflexionar.

A la luz de lo expuesto, podemos concluir en un breve marco teórico que nos sirva de base a la reflexión: el Derecho, como intermedio entre el poder ilimitado tanto de los miembros de la comunidad como de sus gobernantes, informa el ámbito administrativo en cuanto establece límites y parámetros dentro de los cuales debe circunscribirse el ejercicio de la autoridad. Por su naturaleza, la administración pública conlleva la atribución a los órganos de gobierno de un cierto margen de discrecionalidad, que resulta necesario para el cumplimiento de sus propósitos en determinadas circunstancias, sea en la producción de normativas de observancia general (reglamentos, ordenanzas, etc.) o en la resolución de casos concretos en su ámbito de competencia, pero también éstos deben, necesariamente, ajustarse a los parámetros de legalidad y juridicidad que son esenciales para el recto ejercicio de la autoridad en un Estado democrático y constitucional.

La discrecionalidad según la jurisprudencia nacional

La discrecionalidad, si bien es un elemento que aquí nos interesa examinar en el ámbito específico del Derecho Administrativo, y por tanto se vincula más propiamente con el Poder Ejecutivo y las entidades descentralizadas y autónomas del Estado, se presenta también en los Poderes Legislativo y Judicial, cuando los legisladores adoptan normas eligiendo legítimamente entre el espectro de posibilidades que el marco constitucional les permite, o cuando los órganos jurisdiccionales administran justicia aplicando, interpretando e integrando la normativa jurídica conforme su prudente arbitrio judicial, criterio al que la legislación en determinados supuestos atribuye mayor o menor discrecionalidad para resolver un caso a la luz de los hechos.

Además, en Guatemala nuestra Constitución establece el control jurisdiccional de la actividad administrativa, al instituir en su artículo 221 el Tribunal de lo Contencioso-Administrativo con la función de “contralor de la juridicidad de la administración pública” con “facultades para conocer en casos de contienda por actos o resoluciones de la administración y de las entidades descentralizadas y autónomas del Estado, así como en los casos de controversias derivadas de contratos y concesiones administrativas”. A su vez, toda la actividad administrativa, e incluso la del propio Tribunal antes nombrado y su respectivo control nomofiláctico mediante el Tribunal de Casación (función que actualmente ejerce la Cámara Civil de la Corte Suprema de Justicia), están sujetos al control de la justicia constitucional, siendo que no hay ámbito que no sea susceptible de amparo (lo que puede incidir sobre los actos administrativos y las resoluciones jurisdiccionales de la materia), y que el control de constitucionalidad se aplica también a las normativas generales de origen administrativo.

Por tanto, para comprender mejor el despliegue de la discrecionalidad en la vida jurídica nacional, resulta muy útil –más aún: imprescindible– estudiar cómo se ha entendido la misma en la jurisprudencia de los órganos jurisdiccionales del país, tanto en su relación directa con materia administrativa, como en su aplicación dentro de otras ramas del Derecho. A tal efecto, entendemos “jurisprudencia” en el sentido amplio que considero apropiado a lo establecido en el artículo 2 de la Ley del Organismo Judicial como fuente complementaria del ordenamiento jurídico, y no en su acepción más restringida como sinónimo de “doctrina legal obligatoria”[18], por lo que nuestras fuentes no se restringen a los altos tribunales facultados para establecer tal “jurisprudencia cualificada” (Corte Suprema de Justicia como Tribunal de Casación, Corte de Constitucionalidad).

Por su naturaleza, tal examen versará sobre ejemplos de casos concretos en que se ha hecho referencia al tema, cuyo examen nos permita luego extrapolar nociones generales que iluminen nuestro entendimiento de la cuestión planteada. Toda la jurisprudencia citada se encuentra disponible en la plataforma en línea IURISTEC, e incluyo los hipervínculos de internet en las notas a pie de página, para el lector interesado en leer las resoluciones completas.

Sobre la denominada “discrecionalidad política”, propia de la actividad legislativa, y por tanto aplicable en lo pertinente a la actividad normativa de la Administración Pública dentro de sus ámbitos de competencia, la Corte de Constitucionalidad ha considerado:

“…la discrecionalidad política tiene, en el sistema democrático, sus propios instrumentos de moderación, basados en la opinión pública. Una declaración general acerca de las prioridades; de lo que se considera "urgencia nacional", hecho por quienes detentan el poder para hacerlo, no podría ser sometida al análisis que implican los procesos jurídicos de constitucionalidad. (…) el marco de discrecionalidad legislativa para hacer la declaración deberá estar sometida a la razonabilidad del fin para el que se necesita la apropiación pública del bien expropiado. (…) el mencionado precepto se refiere no a una facultad de apropiación incondicional sino a la declaración de expropiabilidad que por causas razonables de "utilidad y necesidad públicas" deba proceder, llenándose los trámites y condiciones de la llamada "garantía expropiatoria"”[19].

Como nos recordaba el autor nacional Calderón Morales, previamente citado, la discrecionalidad depende de la naturaleza y contenido de la norma que sirve de base a la facultad ejercida, y el siguiente ejemplo nos ilustra precisamente eso, si bien no referido concretamente a materia administrativa:

“La respuesta a ésta pregunta se encuentra en la interpretación natural de la oración "se declarará vacante su puesto". Esta contiene un énfasis imperativo que no permite a la autoridad dejar de cumplirlo cuando comprobare que se da cualquiera de los supuestos prohibitivos contenidos en el artículo 164 de la Constitución Política, excepto los casos comprendidos en los incisos a) y e) que permiten la opción entre el ejercicio de las funciones o actividades a que se refieren o el cargo de diputado al Congreso. Respecto al tema de la consulta contenida en esta pregunta, el Organismo que deba conocer no se encuentra frente a una posible discrecionalidad, en cuyo caso la dicción "podrá" u otra semejante lo hubiera permitido, sino se encuentra ante una norma preceptiva”[20].

Desde luego, existen varios precedentes del Máximo Tribunal Constitucional relativos a la discrecionalidad en materia administrativa. Veamos primero dos ejemplos relativos a la determinación general de la discrecionalidad otorgada a las autoridades:

“…la autonomía orgánica no implica la constitución de entes que puedan actuar legibus solutus; pero la especial cualidad de tal autonomía propicia a que ésta no pueda ser mermada al extremo que con esa pretensión puedan perder los entes a quienes les fue conferida aquélla su autogobierno y su pertinente discrecionalidad para el cumplimiento de sus fines”[21].

“…la institución fiscalizadora tendría aptitud discrecional para funcionar o usar sus propios mecanismos para actuar; también económica y financiera, para decidir lo relativo a sus gastos e ingresos; e igualmente administrativa, que le daría libertad para dirigir los asuntos que le competen según su propia normativa a establecer. Una concepción tal excede el marco jurídico que se dispone en el artículo 232 constitucional (una institución técnica descentralizada), que veda al órgano legislador de adoptarla por cuanto entraña alterar la naturaleza que le reconoce la Carta Magna; no obstante ello, en la ley puede considerarse que, por la tipicidad de sus atribuciones, se pueda acentuar dentro de su normativa que goza de independencia funcional y administrativa (la técnica ya le está reconocida)”[22].

Ahora, veámoslo con relación a la actuación de autoridades administrativas una vez ya dotadas de dicha facultad a nivel general:

“…tanto la estimación de uno como de otro remedio procesal queda totalmente relegada a la discrecionalidad de la propia autoridad que conoce del caso, entre la cual y el administrado, en el caso que se analiza, por las circunstancias que matizan los hechos, existe una evidente confrontación que podría influir para un rechazo de cualquiera de tales remedios procedimentales. A lo anterior se suma el hecho de que la sola posibilidad de procedencia eventual de esos medios correctivos no puede convalidar actuaciones arbitrarias, al margen de la ley, como las que sucedieron en este caso”[23].

“Esa competencia de la Comisión Nacional de Energía Eléctrica de establecer los pliegos tarifarios, es una legítima potestad atribuida por la Ley General de Electricidad, con lo que realiza una función del Estado, y que, para su ejercicio, tiene el referente que le indican los artículos 60, 61, 71 y 73 de la citada ley, que debe moderar cualquier extralimitación discrecional, puesto que aluden a conceptos verificables de que tales tarifas “correspondan a costos estándares de distribución de empresas eficientes”, que se estructuren “de modo que promuevan la igualdad de tratamiento a los consumidores y la eficiencia económica del sector”, que “el Valor Agregado de Distribución corresponde al costo medio de capital y operación de una red de distribución de una empresa eficiente de referencia”, y, asimismo, que el “costo de operación y mantenimiento corresponderá a una gestión eficiente de la red de distribución de referencia”. Se estima que la fijación de tarifas, cuando el informe de la Comisión Pericial no ha sido aceptado como válido para orientar esa política, no puede ser, dentro de su discrecionalidad, ruinosa ni irracionalmente arbitraria, habiendo los referentes o indicadores de operadores eficientes”[24].

Con ocasión de un planteamiento de inconstitucionalidad en materia laboral, pero estrechamente vinculado con la actuación administrativa, la misma Corte ha señalado:

“Por lo general, los servidores del Estado mantienen con los habitantes del país una relación de coordinación que los sitúa en los mismos planos y respecto de la cual se reconocen garantías inmediatas de reconducción de cualquier conducta a los términos del mutuo respeto y la consideración, no habiendo posibilidad de que el burócrata constriña por la fuerza al administrado a hacer o dejar de hacer lo que no esté en su voluntad, dado que la facultad de coerción está sujeta a disposiciones legales específicas. Lo contrario puede suceder y de hecho ocurre con desafortunada frecuencia, cuando un agente de autoridad que dispone de cierta discrecionalidad para el uso de la fuerza, incluso armada, pueda poner mano sobre las personas. Ejemplo de esto, para detenerlas o para el registro de individuos y vehículos, situaciones que, aunque están reguladas en normas constitucionales y deben actuarse con respeto a la dignidad humana, no están ajenas a que se ejerciten con arbitrariedad y abuso, por no decir las posibilidades de exacciones ilegales, que requieren ser controladas por medio de acciones rápidas y eficaces que separaren inmediatamente a los agentes que sean imputados de tales infracciones”[25].

En materia penal constitucional, la Corte citada ha expresado lo siguiente:

“Esta reforma contradice el principio de discrecionalidad que la Constitución establece como requisito para decretar el auto de prisión, y como tal restringe un derecho público subjetivo de los procesados de ser sometidos a prisión provisional únicamente por auto motivado racionalmente por autoridad judicial que "crea" que la persona detenida ha cometido o participado en un delito, y no por una ley de carácter proscriptivo que establece una presunción legal que no admite prueba en contrario. (…) discrecionalidad no puede significar arbitrariedad ni falta de control, por lo que, tanto para decretar la prisión provisional, como para revocarla, u ordenar la libertad del procesado, el Juez deberá actuar con estricto apego a la ley, siendo materia exclusiva de la función jurisdiccional al realizar el juicio de probabilidad acerca de los motivos de criminalidad, y el adecuado control de esta facultad”[26].

Pasando ahora a examinar jurisprudencia de tribunales colegiados, empecemos por el propio Tribunal de lo Contencioso-Administrativo, por el interés directo a nuestro tema. Adelanto que, si bien aquí citaremos un solo precedente, tendremos oportunidad de examinar varios adicionales, en una sección posterior dedicada propiamente al control de la discrecionalidad administrativa a la luz del criterio de razonabilidad. El ejemplo para la sección presente, dice así:

“…la negativa de la autoridad tributaria no está dictada sobre premisas que le permitan discreción en la decisión afirmativa o negativa para dirimir la solicitud y acceder a la compensación con otro impuesto distinto al señalado por la ley, en otras palabras, el Decreto número 31-96 del Congreso de la República es puntual en regir la compensación y no permite a ninguna autoridad discreción para variar el destino de la misma”[27].

En materia judicial, podemos ver un ejemplo en cuanto al ejercicio de la facultad judicial de enmienda del procedimiento:

“De conformidad con el artículo 67 de la Ley del Organismo Judicial, se trata de una facultad discrecional otorgada a los jueces; por tanto, no es procedente la impugnación de la negativa a acceder a la petición de la enmienda del procedimiento, sobre todo si tal petición ha sido formulada con el objeto de denunciar supuestas anomalías procedimentales, fin para el cual se encuentran previstos en la ley los mecanismos pertinentes”[28].

En lo civil, la discrecionalidad adquiere cierta relevancia especial en materia de familia y menores, como lo ejemplifica la siguiente cita jurisprudencial:

“…la familia como elemento fundamental de la sociedad, debe ser protegida por el Estado, por lo que los Tribunales de Familia tienen facultades discrecionales, debiendo procurar que la parte más débil en las relaciones familiares quede debidamente protegida, para lo cual dictarán las medidas que consideren pertinentes”[29].

En materia penal, que por su naturaleza restringe con especial severidad la discrecionalidad en aras de los principios de legalidad, tipicidad y exclusión de la analogía, no obstante encontramos un claro y buen ejemplo de discrecionalidad en lo relativo a la fijación de la pena dentro de los parámetros establecidos por la ley previa:

“…la fijación de la pena es un poder discrecional del tribunal de sentencia, no siendo posible controlarlo a través de la apelación especial. Si bien no es un poder ilimitado, ya que es posible controlarlo, dicho control se dirige a verificar que el tribunal a quo observe los parámetros determinados en la ley sustantiva, lo cual fue observado en la sentencia impugnada, toda vez que el delito por el cual fue condenado, fija como parámetros de la pena de tres a doce años de prisión y siendo que en el presente caso, fue fijada la pena de seis años de prisión”[30].

“El artículo 65 del Código Penal establece los lineamientos para la imposición de la pena, donde debe tomarse en cuenta que, si bien nuestro ordenamiento enfatiza la necesidad de evitar todo arbitrio judicial en la elección de la calidad o cantidad de la pena a aplicar, a través del diseño de pautas teóricas más o menos firmes que guíen en el proceso de individualización de la pena y circunscriban los límites que no es posible traspasar; también lo es, que nuestro sistema penal no establece para cada delito una pena fija que deba aplicarse siempre a aquel delito en la misma calidad y cantidad, sino que dejan un margen entre un límite mínimo y un límite máximo; así la determinación concreta de la pena se remite al poder discrecional y a la prudente apreciación del Tribunal sentenciador, quien no obstante, está obligado a indicar los motivos que explican el uso que ha hecho de la facultad que le ha sido conferida”[31].

Esta última cita hace referencia a la motivación o fundamentación de la sentencia, elemento que, como veremos más adelante, es de suma importancia para determinar el recto ejercicio de la discrecionalidad, y que resulta aplicable también a la producción de los actos administrativos.

Algunos aspectos prácticos

Para dar ejemplos prácticos de cómo el Derecho se sustituye por el poder discrecional en Guatemala, no intentaremos hacer una enunciación exhaustiva y sistemática, sino únicamente comentar algunos aspectos nacidos de la experiencia profesional, a la cual seguramente la distinguida audiencia de la ponencia oral, y lectores de la versión escrita, podrán añadir muchos más.

Dicho esto, es importante aclarar que la intención no es emitir juicio sobre las cualidades éticas o profesionales de los funcionarios o empleados públicos, y que los puntos de vista contrarios, debidamente fundamentados, podrán enriquecer la visión global a la que nos proponemos contribuir.

Dada la amplitud del Derecho Administrativo, es muy fácil encontrar ejemplos que nos sirvan a los efectos de la presente ponencia, pero al mismo tiempo es difícil enfocarlos y sistematizarlos, por el mismo motivo de su abundancia. En tal virtud, he elegido enfocarme sobre el área de la Administración Pública que tiene vinculación más directa con la vida jurídica del país en sus expresiones más básicas y elementales, que atañen a todo guatemalteco: los Registros Públicos encargados de dar certeza jurídica a los actos y relaciones de todas las personas.

Como sabemos, el Derecho Civil es aquella rama del Derecho que estudia al ser humano en su concepción jurídica más básica, por lo que la práctica totalidad de la población nacional tendrá, en algún momento de su vida (aunque sea sólo, y nada menos, que al momento de nacer y de morir) tendrá contacto con esta parte de la Administración Pública. Por ejemplo, relativamente pocas personas son proveedores de electricidad o cultivadores forestales, por lo que los demás quizá nunca tendremos contacto con la Comisión Nacional de Energía Eléctrica o el Instituto Nacional de Bosques (INAB), pero todos nacemos, morimos, podemos contraer matrimonio, procrear hijos, tener propiedad mueble o inmueble, contratar civilmente, etc.

Por tanto, la actuación de aquellas oficinas, dependencias, entidades o instituciones públicas encargadas de la función registral en materias vinculadas al Derecho Privado, es especialmente susceptible de afectar esta esfera elemental y más básica de la vida jurídica nacional y, con ello, la libertad y justicia a que todo guatemalteco tiene derecho.

En materia de Registro de la Propiedad, es interesante mencionar que el artículo 1128 del Código Civil establece que:

“Si el documento presentado no fuere inscribible o careciere de los requisitos legales necesarios, el registrador lo hará constar (…) en el propio documento, el cual devolverá al interesado, expresando (…) la ley en que se funda para suspender o denegar la inscripción”.

Este artículo requiere que las razones de rechazo o suspensión de documentos estén fundamentadas en ley. Es más, si se estudia el historial de reformas, se verá que el legislador ha querido hacerlo cada vez más explícito: en la reforma introducida por Decreto-Ley 218 sólo decía “…expresando (…) la ley en que se funda” (que es el mismo texto que en el Decreto-Ley 106 correspondía al artículo 1129), mientras que el Decreto-Ley 124-85 aclaró “…la ley en que se funda para suspender o denegar la inscripción”. 

Sin embargo, hemos visto casos en que este mismo artículo, por sí sólo, es invocado como causal de suspensión, lo cual implica que el operador registral está haciendo una calificación de requisitos legales más allá de lo que la ley le permite. Quizá es razonable pensar que la reforma introducida por Decreto-Ley 124-85, citada en el párrafo anterior, tuvo por objeto precisamente impedir ese vicio y obligar a fundamentar legalmente el rechazo o suspensión más allá de la sola facultad que este artículo concede.

En efecto, es humano que en el ejercicio del Notariado se den errores aún dentro de la diligencia propia de un buen profesional, y en tales casos se invoca el procedente artículo del Código de Notariado en que se basa la suspensión o rechazo. Desde luego, no sólo el Código de Notariado puede servir de base a una suspensión o rechazo del Registro, sino también pueden serlo otras leyes de carácter sustantivo, pero en todo caso estimamos que tampoco puede serlo el artículo 1128 en forma aislada.

Sin embargo, se ha dado una tendencia de operadores del Registro a exigir “requisitos legales” que rayan en la intromisión indebida sobre la función notarial o la voluntad de las partes, o en la creación arbitraria de requisitos. Posiblemente esto se deba a que el Registro puede cobrar un monto por cada suspensión o rechazo, según el arancel respectivo, lo cual estaría generando un incentivo perverso para encontrar defectos en los documentos con tal de cobrar por su rechazo o suspensión.

Varias suspensiones que hemos visto en la práctica se han basado en que en una escritura no se hicieron constar ciertos antecedentes, que constan en el Registro, relativos al bien o derecho de que trate el negocio jurídico: si bien es cierto que es una sana práctica notarial detallar antecedentes (especialmente en negocios complejos), también lo es que el Código de Notariado únicamente exige “La relación fiel, concisa y clara del acto o contrato” (artículo 29 numeral 7), “La relación del acto o contrato con sus modalidades” (artículo 31 numeral 5), por lo que detallar los antecedentes del acto o contrato es una decisión del Notario, sujeta a su criterio profesional.

Es más: el mismo hecho de que los antecedentes consten en el Registro hace innecesario en estricto sentido incluirlos en una escritura. El artículo 1134 del Código Civil declara esto mismo respecto de lo que debe contener la inscripción, aunque indica que se haga referencia y cita de los antecedentes que corresponda. Sin embargo, hemos visto que el artículo 1134 se invoca atribuyéndole un sentido distinto al que tiene: dicho artículo tiene como destinatario al operador registral, no al Notario, y regula la inscripción registral, no el instrumento público, pero se le ha invocado en el sentido de requerir al Notario que haga constar en la escritura los datos que el operador registral debe incluir en la inscripción, aún cuando éstos ya constan en inscripciones anteriores, por lo que el Registro tiene conocimiento de oficio de los mismos, o que al menos haga las referencias y citas cuya inclusión no es deber del Notario sino del operador. Quizá sea cortés que el Notario lo haga para facilitarle el trabajo a los operadores registrales, pero de eso a que ellos lo requieran como motivo de suspensión o rechazo, hay una gran distancia que raya en la expansión ilícita (o, al menos, poco razonable) de la función y facultades calificadoras del Registro.

Quizá el caso más extremo de esto que he visto en la práctica, fue el rechazo de inscripción de una escritura traslativa de dominio otorgada por autoridad judicial en rebeldía de una parte ejecutada. A mi criterio, la escritura sí adolecía efectivamente de defectos en su calidad notarial, y omitía datos que, aunque relevantes, no eran esenciales, y de todos modos constaban de oficio al propio Registro. Pero una escritura de esta naturaleza atraviesa todo un mini-proceso de revisión de la minuta por parte del Oficial a cargo en el Juzgado, y los jueces son muy minuciosos en leerlas antes de firmar, de donde no es en absoluto razonable pensar que habrían firmado algo que no cumplía con los requisitos legales pertinentes y esenciales. Pero el Registro así lo consideró, con lo cual en cierto sentido se supeditó a la propia autoridad jurisdiccional.

En el Registro Mercantil, he visto la discrecionalidad aplicada de un modo preocupante en, por ejemplo, un caso de inscripción de empresa. Resulta que el Registro ha implementado cambios, en teoría dirigidos a buscar mayor eficiencia en su funcionamiento, en virtud de lo cual ha sustituido o suprimido algunos requisitos de documentos que se deben adjuntar a los formularios de inscripción. Sin embargo, por restricciones presupuestarias sigue utilizando los formularios que aún contienen los requisitos anteriores. Al surgir duda sobre qué documentos sí debían o no adjuntarse, pues la página de internet del Registro indicaba ya no ser necesarios algunos documentos que el formulario sí pedía, pedí al procurador que fuera personalmente a indagar. En el Registro le dijeron que yo estaba obligado a saberlo, lo cual en teoría es verdad, pero en la práctica si existe duda uno busca averiguar para servir bien a su cliente, y el comentario del empleado registral parecía menoscabar mi inteligencia y competencia profesional. Ante la duda, decidí adjuntar todos los documentos enumerados tanto en el formulario como en la página de internet. Cuál sería mi sorpresa cuando el trámite fue suspendido porque el Registro requería la presentación de los estatutos sociales, requisito que no sólo no estaba incluido ni en el formulario antiguo ni en los nuevos requisitos expresados en la página de internet, sino que además consta de oficio al Registro mismo. Pedí al procurador que indicara esto al empleado registral, a lo cual le respondieron que mi criterio no les importaba. Pero, desde luego, el de ellos sí nos debe importar a todos, por más que carezca de fundamento legal y razonable.

Estos ejemplos anteriores son similares a lo que sucedió una vez a unos conocidos en el RENAP, donde les dijeron que para inscribir su matrimonio debían adjuntar certificación de soltería, aún cuando ninguno de los dos era extranjero, y aunque lo fuera, la constancia de libertad de estado civil se tramita con pases de ley y se protocoliza por el Notario, dando fe de ello en el acta de matrimonio. Afortunadamente esa fue la única vez que he visto semejante desacierto. Otro caso similar, que no me consta directamente y hasta la fecha me niego a creer, me fue referido por un colega quien afirma que la Procuraduría General de la Nación le pidió que en un expediente de ausencia constara la notificación al presunto ausente (¡!).

Estos ejemplos quizá causan risa, estupor, enojo, o todas las anteriores, y reitero que no es mi intención faltar el respeto ni juzgar las capacidades de los funcionarios y empleados públicos, y en justicia habría que darles la oportunidad de explicar y fundamentar su postura a los que incurrieron en ellos, pero es preocupante ver cómo el poder discrecional se utiliza de formas poco razonables, poco apegadas a la realidad, e incluso a la ley, pues como norma general no se pueden exigir requisitos que no estén previstos en ley o reglamento, por lo que en teoría ni siquiera se ubicarían en el ámbito de los actos discrecionales.

En otro par de oportunidades, la concesionaria de la emisión de licencias de conducir ha rechazado “cartas de responsabilidad” de padres que tramitan licencias para sus hijos menores, aduciendo que son inválidas porque en el sello del Notario que legaliza la firma no consta su número de colegiado. Como todos sabemos, es imposible que esto se haga constar en el sello, pues el mismo debe registrarse ante el Ilustre Colegio en el acto de solicitar la colegiación profesional, por lo que el número de colegiado se asigna posteriormente a la fabricación del sello. Ciertamente se puede cambiar el sello después, e incluir en él el número de colegiado, pero ambas cosas son opcionales para el profesional, y muchos nunca lo hacemos, por no existir realmente necesidad de ello. Incluso, yo cuestiono la necesidad misma de exigir la tal “carta de responsabilidad”, aun cuando se encuentre previsto en algún reglamento (ignoro si lo está), pues ya el Código Civil establece las normas generales sobre responsabilidad civil, y las específicas para el caso de menores de edad, con lo cual este requisito deviene innecesario.

Es justo reconocer que el RENAP ha venido mejorando considerablemente sus servicios, pero en sus inicios todos tuvimos la experiencia de que era algo que no cabe calificar como menos que un auténtico desastre jurídico y administrativo. ¿Cuántas personas casadas aparecieron como solteras, o cuántos divorciados como aún casados, a causa de omisiones en el traslado de datos de los anteriores Registros Civiles? Más grave aún: ¿cuántas personas no se vieron privadas, al menos temporalmente, de su misma “existencia civil” por estos motivos? Esto, por citar sólo unos cuantos ejemplos de los que, seguramente, todos tenemos experiencia. En lo personal, me tocó ver varios casos en que el RENAP de modo general enviaba a las personas a solucionar sus problemas mediante la tramitación notarial en jurisdicción voluntaria, cuando a mi criterio se trataba de errores atribuibles al propio RENAP y que ellos estaban legalmente facultados (y obligados) a corregir de oficio. Para mí fue incluso un problema ético decidir si prestar o no mis servicios notariales en asuntos en los que, a mi criterio, mi intervención profesional no era necesaria y sólo representaba un costo (económico, de tiempo, y de preocupación mental) para el cliente afectado. En justicia, debo decir que algunos de esos casos sí se lograron resolver directamente ante el RENAP sin intervención notarial, pero ¿cuántos no lo fueron? ¿Cuántas personas no incurrieron en gastos innecesarios porque el RENAP durante algún tiempo se negó a ejercer sus funciones legítimas, gastando en servicios notariales el dinero y el tiempo que podrían haber dedicado a otros usos más esenciales o placenteros (con el debido respeto a nuestro distinguido gremio)? El RENAP posteriormente estableció un departamento de atención a este tipo de casos, y emitió un par de normativas internas donde especificó mejor los procedimientos a seguir para hacer correcciones de oficio ante errores u omisiones atribuibles a ellos y solucionables mediante simple confrontación con los libros originales, y esto también debe reconocerse, pero también esto implicó un costo en el presupuesto de la entidad en que legalmente no debió ser necesario incurrir de haber existido desde un inicio la debida capacitación de su personal y un uso correcto de sus facultades. También recordamos todos el problema que suscitó el RENAP cuando, mediante una circular interna, pretendió regular el orden de los apellidos paternos y maternos más allá de lo previsto por el Código Civil, lo cual implicó además restricciones a la identidad y prácticas consuetudinarias de los pueblos indígenas, e hizo necesaria la actuación jurisdiccional del Máximo Tribunal Constitucional del país para corregirlo[32]. ¿Cuántas acciones constitucionales no se habrían podido resolver mejor y más rápido, si la Corte no hubiera tenido que ocupar recursos en tramitar un caso surgido de un incorrecto uso de las facultades reglamentarias del RENAP?

Otra situación que merece comentario es relativa al Archivo General de Protocolos, que ha decidido adoptar el criterio de que los tipos de mandato regulados en el Código Civil son numerus clausus, sin que puedan existir otros. Este criterio se ha arraigado tanto que incluso se ha incluido en las “Guías del Notario” que el Archivo nos hace llegar cada cierto tiempo. En el trasfondo de este tema se encuentra nada menos que el concepto mismo de autonomía de la voluntad que fundamenta la contratación civil. En virtud de esto, las figuras típicas contractuales reguladas en la legislación no excluyen otras que las partes puedan libremente crear en ejercicio de su autonomía negocial, pues las normas del Derecho Contractual son, en general, supletorias a la voluntad de las partes. El concepto mismo de mandato en el Código Civil es amplio:

“Por el mandato, una persona encomienda a otra la realización de uno o más actos o negocios” (artículo 1686, primer párrafo).

“El mandato es general o especial. El general comprende todos los negocios del poderdante y el especial se contrae a uno o más asuntos determinados” (artículo 1691).  

Dentro de este marco general, cabe una amplísima gama de posibilidades a la autonomía de la voluntad. Aquí es importante recordar la base constitucional de la autonomía de la voluntad que es el derecho fundamental a la libertad de acción, principio general de legalidad en el derecho privado: todo lo no expresamente prohibido, está permitido: nada impide que yo otorgue un mandato para ser representado en todo tipo de trámites ante la Administración Tributaria, por ejemplo, y le denomine “Mandato Especial Administrativo”, o “Mandato Administrativo”: estoy encomendando uno o más actos, negocios o asuntos determinados, y dando al mandato un nombre en atención al contenido y naturaleza de los asuntos que constituyen su objeto. Pero, a criterio del Archivo, no existe tal cosa como “Mandato Administrativo” por el sencillo motivo de que no está nominado así en la ley, y por tanto no se admitirá la inscripción de mandatos que así se denominen.

Al respecto es útil citar algunos criterios jurisprudenciales esclarecedores, el primero de una Corte del Uruguay, y otros dos de nuestra propia Corte Suprema de Justicia:

“La índole de un contrato no depende del nombre que le asignen las partes; pero puesto que es obra común de las partes, ha de estarse a su voluntad que debe desentrañarse de los términos usados, en tanto no sean ambiguos o se opongan a la naturaleza del contrato. No por la nominación que le hayan atribuido las partes se determina la naturaleza jurídica de los contratos; ésta nace de la relación jurídica que han pretendido establecer los contratantes”[33].

En lo atinente a la violación del artículo 31, inciso 5o. del Decreto número 314 del Congreso de la República (Código de Notariado), que hace consistir el recurrente en que la Sala aceptó como válida la escritura pública impugnada, a pesar de que a la misma se le dio el carácter de venta y no de adjudicación, esta Cámara estima que no se incurrió en la infracción que se alega, porque el inciso señalado como violado, exige: "la relación del acto o contrato con sus modalidades", pero no la denominación expresa del mismo y porque la naturaleza del acto, depende de su contenido y no de la denominación que se le atribuye”[34].

“…la actividad judicial no puede constreñirse a tipificar los contratos, sino a estudiar el contenido de ellos en orden a que las obligaciones interpartes y las condiciones adoptadas no sean contraventoras de la ley, ilícitas o imposibles. De suerte que bajo tal concepto, habiendo las partes aceptado el contenido del convenio y las condiciones insertas en él, en manera alguna puede aceptarse la tesis de que se otorgó más de lo pedido (…) porque no existe concordancia entre las estimaciones que haga el juez de las obligaciones contractuales, y la calificación que hubiera hecho alguna de las partes del contrato, pues esto resultó irrelevante, y el tribunal en ningún caso queda vinculado o subordinado al juicio que les merezca a los litigantes determinadas formas de contratación”[35].

A la luz de estas consideraciones, yo estimo que el criterio adoptado por el Archivo General de Protocolos es inadecuado, pues se basa en un excesivo y riguroso nominalismo, y tiene el efecto directo de restringir el reconocimiento jurídico de la voluntad de las partes, que en el caso de los mandatos es especialmente importante, pues requiere de la inscripción para su plena eficacia en la vida del Derecho.

Otro criterio que en tiempos recientes he visto en el actuar del Archivo General de Protocolos, es estimar que la norma del Código de Notariado que establece como requisito esencial de la escritura pública el nombre de las partes, debe entenderse en el sentido de que no basta con identificar a las partes con el nombre completo en la comparecencia, sino que en todas y cada una de las menciones de las partes que se haga en el cuerpo de la escritura debe utilizarse el nombre completo, de lo contrario se deniega la inscripción del acto. Así, aunque en la comparecencia se haga constar el nombre completo de uno de los otorgantes como “Diego Armando Maradona Franco”, no puede en el cuerpo de la escritura hacerse referencia a, por ejemplo, “Manifiesta el compareciente Maradona Franco…”, o “Manifiesta el señor Maradona…”, pues el Archivo considera esto como incumplimiento de los requisitos esenciales establecidos por el Código de Notariado, aun cuando ese compareciente sea el único de apellido “Maradona” o “Maradona Franco” que otorga la escritura, y no haya el más mínimo riesgo de confusión con los demás otorgantes. Esto me parece otro ejemplo de excesivo e irrazonable rigorismo y formalismo, que desfigura y obstaculiza la vida jurídica y la libertad de los guatemaltecos.

Del Registro de Personas Jurídicas, he visto de modo personal y en diálogo con otros colegas que, al menos hace pocos años (recientemente no he acudido a este Registro en mi ejercicio profesional, por lo que es posible que haya cambiado, y espero que así haya sido para mejorar), tenía la costumbre de emitir “previos” al solicitar la inscripción de personas jurídicas civiles, que tenían dos problemas: primero, que algunos de esos “previos” requerían la modificación de la constitución o estatutos en forma tal que constituía una auténtica invasión a la autonomía de la voluntad al no estar previsto en ley (nuevamente: lo no expresamente prohibido o mandado, está permitido); segundo, que dichos “previos” no se hacían todos de forma simultánea, sino que, luego de subsanarlos ajustándose a los requerimientos del Registro, se volvía a presentar el documento a inscribir, sólo para toparse con nuevos y adicionales “previos” registrales, hasta que por fin el personal del Registro considerase que ya no había más cambios que se les antojare hacer al instrumento. Esto conlleva no sólo una invasión de la libertad de los guatemaltecos, sino además la destrucción de la más elemental certeza jurídica, pues tratar de inscribir una persona jurídica civil era casi un juego de azar, una ruleta de la suerte.

Por último, y saliendo del ámbito registral en que decidimos enfocarnos, estimo útil mencionar brevemente otras dos instituciones: la Procuraduría General de la Nación, que por las funciones que tiene asignadas emite opinión en diversas materias atinentes al derecho privado; y las Municipalidades, que al tener a su cargo el ordenamiento territorial de sus jurisdicciones administrativas, inciden de modo particular sobre el uso y goce del derecho de propiedad.

Respecto de la Procuraduría General de la Nación, he visto que en ocasiones sus opiniones no cumplen con la fundamentación suficiente que, conforme la jurisprudencia nacional, es requisito para sustentar la razonabilidad de sus puntos de vista jurídicos, limitándose a enunciar un resumen de los hechos del caso, y una conclusión legal que no siempre va fundamentada con el debido razonamiento en cuanto a los motivos que conducen a interpretar y aplicar la ley en la manera en que lo hace. Esto, desde luego, es aún más grave cuando dichas conclusiones no se encuentran apegadas a lo que la ley realmente establece. He visto que esta fundamentación nula o escueta persiste incluso en ocasiones en que los interesados han solicitado formalmente la revisión de la opinión ante la propia Procuraduría, razonando con argumentación jurídica los motivos por los que estiman que la opinión institucional no se encuentra apegada a Derecho. Ante el desacuerdo, como sabemos, debe acudirse a un Juez de lo Civil, y es lamentable que para resolver el caso no pueda tener a la vista un argumento suficiente mediante el cual la Procuraduría busque sustentar su criterio.

En cuanto a las Municipalidades, mi experiencia ha sido que no siempre resuelven las peticiones administrativas conforme lo expuesto por las partes. Desde luego, no se trata de que deban resolver dándole la razón a los interesados y accediendo a sus peticiones, compartiendo su punto de vista, y por lo general no será así pues por algo existe la discrepancia que motiva la impugnación, y es muy probable que la Municipalidad quiera persistir en su punto de vista. Lo grave es que a veces resuelven sin siquiera tomar en cuenta lo alegado por las partes, en forma tal que no resuelven realmente la petición administrativa sino lo que a ellos se les ocurre o conviene: por ejemplo, en al menos dos municipalidades distintas he presentado solicitudes fundamentando la nulidad absoluta de avalúos de Impuesto Único Sobre Inmuebles hechos en contravención de la normativa aplicable, y las municipalidades han resuelto aduciendo únicamente que los avalúos están correctos pues se aplicó el Manual respectivo. Nada han dicho sobre lo alegado por el administrado, en el sentido de que dicho Manuel no es legalmente aplicable, o de que, aunque lo fuera, el avalúo no fue aprobado por la autoridad que la ley señala como competente, etc. Aun cuando la institución no comparta lo esgrimido por el impugnante, no es correcto que se pronuncien sobre aspectos que ni siquiera constituyen el objeto y base de la impugnación, y deberían fundamentar sus negativas en razonar por qué estiman que al interesado no le asiste la razón.

Esto, lamentablemente, demuestra una deformación especialmente preocupante del poder discrecional, pues ya la autoridad administrativa ni siquiera está dispuesta a responder cuando se cuestiona legalmente su competencia, sus atribuciones, y la legalidad aplicable a su actuación. En teoría, un acto reglado debería cuestionarse sobre la base de la ley aplicable, y un acto discrecional sobre la base de la razonabilidad de la decisión tomada dentro del marco legal que faculta la discreción razonada. En ambos casos, se presupone que la autoridad ha actuado por lo menos dentro del uso de sus facultades legales, aunque no se comparta la decisión tomada. Pero, si se cuestiona el aspecto mismo de que actuó más allá de su competencia y atribución legal, la autoridad no se pronuncia al respecto, afirmando implícitamente, y sin dar razón alguna, un ejercicio de autoridad que ya no se limitaría a ser un uso irrazonable de la discrecionalidad que la ley faculta (lo cual ya es de por sí grave), sino un abuso de facultades que la ley ni siquiera les confiere (lo cual es peor).

He visto también cómo juzgados de asuntos municipales ordenan inspecciones sorpresivas sobre inmuebles privados encontrándose ya iniciado un trámite administrativo ante ellos, cuando lo correcto sería respetar las formas y principios procesales según las cuales lo idóneo y procedente sería dictar un auto para mejor fallar, previamente notificado al interesado. Asimismo, cómo se acude a apremios cuando no se producen los supuestos fácticos en que la ley faculta a realizarlos: por ejemplo, si la ley señala que el apremio puede hacerse cuando se incumple una licencia de construcción, no es posible dictar tal apremio cuando lo que se discute es precisamente si hubo o no una construcción sin licencia previa. En los mismos casos, he visto que se ejecutan órdenes de cierre de establecimientos que aún no se encuentran firmes, habiendo incluso previa jurisprudencia de la Corte de Constitucionalidad en que se otorgó amparo contra la misma autoridad, incluso el mismo funcionario, ordenándole que no puede hacer tal cosa sino hasta que la resolución que lo dispone haya causado firmeza. En estos casos, se ha acudido exitosamente al amparo.

Efectos de la discrecionalidad en la vida jurídica

Todo abuso de la discrecionalidad lesiona la legalidad y la juridicidad de la actividad administrativa del Estado, y en ese sentido podemos afirmar que el efecto jurídico propio y directo consiste en un abuso de autoridad.

Sin embargo, sus efectos van más allá, pues de modo general se merma, se mancha, se menoscaba, la confianza del ciudadano en sus instituciones, ensombreciendo bajo sospecha la actuación de la autoridad pública en general.

Cuando ya no existe respeto por la autoridad, se abre la puerta al desorden. Cuando ello sucede porque la propia autoridad no actúa en forma respetable que inspire confianza, se abre la puerta al despotismo y la anarquía, alejándonos por completo del concepto mismo de Derecho formulado por Bodenheimer. Cuando las autoridades no responden adecuadamente a las legítimas expectativas de la sociedad, es cuando la ciudadanía empieza a considerar más eficaz acudir a vías de hecho, y no de Derecho. Esto no necesariamente implica violencia, aunque puede ser el caso y tristemente lo vemos en la realidad nacional, pero al menos genera estructuras paralelas e informales, lo cual incide en menos certeza jurídica para la ciudadanía, y menos captación de ingresos para el erario público.

En materia de Derecho Privado, esto es especialmente grave, pues el abuso de la discrecionalidad en la actuación administrativa resulta directamente en una limitación ilegítima de la esfera de facultades y derechos propia de los particulares: cuando sobre la base de criterios erróneos se impide que un acto jurídico privado produzca la plenitud de los efectos jurídicos que le son propios, lo que efectivamente se está haciendo es restringir o quitar un derecho al ciudadano.

Además, es necesario considerar los efectos que esto tiene sobre la administración y sobre el administrado: al impugnar un acto administrativo, se pone en marcha el aparato estatal para conocer, tramitar, y resolver, los medios de impugnación administrativos, judiciales, e incluso a veces constitucionales, con el fin de remediar el abuso. Esto distrae recursos (humanos, tiempo, materiales) que podrían dedicarse a usos más necesarios o útiles, es decir, se genera un costo de oportunidad que contribuye a hacer menos eficiente y eficaz el ejercicio normal de la administración pública y de la actividad jurisdiccional ordinaria o constitucional.

Cuando escuchamos hablar (y es frecuente) de la crisis presupuestaria del Estado, sería interesante hacer un estudio científico de cuántos recursos se malgastan como resultado de que el aparato administrativo y judicial deban resolver impugnaciones que, con un uso recto de la discrecionalidad, con un adecuado entendimiento del Derecho, jamás deberían haberse producido. Los medios de impugnación de diversa naturaleza, deberían emplearse únicamente cuando existan puntos jurídicos o fácticos cuya discusión realmente se amerite, por tratarse de un punto jurídico de difícil interpretación, o de un hecho sujeto a dificultades probatorias, etc. En tales circunstancias, la discusión jurídica es necesaria, y hasta resulta intelectualmente estimulante para el abogado que ejerce de buena fe y con entusiasmo su profesión, y su resolución contribuye a aclarar aspectos del Derecho nacional que hagan más fácil, menos costosa, su aplicación en casos futuros. Pero cuando se debe impugnar por motivo de haber faltado una recta intelección de una norma jurídica cuya interpretación no requiere mayor ejercicio mental, el deber del abogado se torna frustrante y hasta causa malestar.

Desde el punto de vista del administrado, del particular, del ciudadano, la discrecionalidad abusiva no sólo le priva de derechos, sino que, para remediarlo, para restablecer el imperio del Derecho, se ve en la necesidad de incurrir en costos que distraen sus recursos arduamente ganados hacia usos menos eficientes que a los que podría dedicarlos si el aparato estatal funcionara correctamente: ¿cuántos han dejado de ahorrar e invertir por tener que pagar gastos jurídicos? Aún cuando el abogado trabajare ad-honorem, ya el solo hecho de tener que esperar la tramitación del caso constituye, por lo menos, un costo de tiempo, y la falta de certeza merma la tranquilidad mental del guatemalteco. Para plantearlo en términos quizá más dramáticos: ¿cuántos han dejado de poner comida sobre la mesa de sus familias porque están esperando que se resuelva un caso para el que tuvieron que gastar tiempo y dinero por culpa del incorrecto ejercicio de la autoridad…?

También es grave considerar que estos criterios erróneos desfiguran el propio Derecho Objetivo, es decir, si a un Registro no le da la gana inscribir un acto jurídico que cumple todos los requisitos legales de forma y fondo, dichos requisitos efectivamente han dejado de existir. Quizá todos tenemos la experiencia de que, ante un rechazo o suspensión registral, sabemos que podríamos ganar cualquier impugnación, pero al cliente no le interesa incurrir en el costo de tiempo y dinero que eso representaría, pues a él lo que le urge es inscribir su mandato, su compraventa, su matrimonio, etc. Por tanto, en vez de impugnar, se rescinde y sustituye, o se amplía o aclara, el instrumento público, para ajustarlo a los requerimientos registrales, por muy infundados o absurdos que nos parezcan. Esto quiere decir, en realidad, que el Derecho Privado, el Derecho Notarial, ya no están realmente en la ley, sino en la mente y voluntad del funcionario o empleado público: la ley puede otorgar una facultad o reconocer un derecho, pero si a la autoridad no le parece que se haya actuado conforme lo que ella considera adecuado, poco importa que se esté ajustado a lo que la norma jurídica prescribe, pues ningún efecto jurídico se tendrá sino hasta que se cumpla con el antojo de la ventanilla. Esto: esto, y no otra cosa, es precisamente en lo que consiste “la sustitución del Derecho por el poder discrecional del Estado”.

En nuestro país, mucho se oye hablar, tristemente, de corrupción, y si bien es un flagelo que debemos combatir, no podemos ignorar esta alarmante advertencia que nos hace el estudioso peruano Alfredo Bullard: “muchas veces la desobediencia a una norma no responde a que la norma esté mal, sino a que no existe una capacidad coactiva o efectiva que la ponga en vigencia. (…) Que muchos roben no quiere decir que la norma que prohíba el robo sea ineficiente. Pero uno sí puede encontrar situaciones donde la gente transgrede la norma precisamente porque es ineficiente. En el Perú hay infinidad de ejemplos. Toda la sobrerregulación que hubo en la economía —que no era cumplida por nadie—, originó la informalidad, demostrando que la norma tenía un esquema ineficiente, tanto que era inaplicable, (…). Hay un trabajo de [Gary] Becker muy interesante, sobre la corrupción. En él muestra que la corrupción en una sociedad sobrerregulada es eficiente. Por ejemplo, en el reglamento general de construcciones, se tiene un nivel de detalle «espeluznante» de cómo deben ser construidas las casas; si no hubiera la posibilidad de corromper a los inspectores nadie construiría. En una sociedad sobrerregulada la corrupción, aunque parezca contradictorio, y con todo lo malo que trae desde el punto de vista moral, termina siendo un mal necesario para resolver las barreras y los costos de transacción que la sobrerregulación genera en la economía”[36].

Me gustaría cerrar estas palabras con una consideración que siempre reitero en las aulas y en la conversación, y hoy comparto con ustedes: aunque elimináramos por completo la corrupción en Guatemala, el aparato estatal (legislativo, administrativo, judicial) seguiría funcionando mal si no nos preocupamos por la sólida formación y capacitación jurídica de los profesionales del Derecho, de los funcionarios y empleados públicos: un actor jurídico puede ser la persona más honesta del mundo (y todos debemos esforzarnos seriamente por serlo), pero si desconoce el Derecho, si no sabe aplicarlo, interpretarlo e integrarlo, de todos modos esa persona honesta resolverá en forma incorrecta, usará incorrectamente sus facultades legales y discrecionales, generando el complejo problema que en estas páginas nos hemos propuesto esbozar al menos en sus rasgos más generales.

Eso hace necesario un llamado a la responsabilidad del mundo académico y, como no todos los actores de la vida jurídica deben necesariamente ser profesionales del Derecho, también a los encargados de la capacitación y entrenamiento de los funcionarios y empleados públicos, para ejercer sus funciones con los más altos estándares de excelencia y calidad académica. No todos seremos luminarias de la intelectualidad científico-jurídica, pero todos debemos tener la competencia profesional que exigen nuestras respectivas labores.

¿Soluciones? El Derecho como dominio de la razón práctica

El panorama que hemos trazado quizá resulte alarmante, pero el motivo de la discusión académica y gremial como la que hoy nos convoca no es sumirnos en un pesimismo resignado a una irremediable situación actual del país, sino buscar y proponer caminos que nos permitan tender cada vez más y mejor a un auténtico Estado de Derecho en que todos los guatemaltecos podamos vivir en paz, libertad y justicia.

En este sentido, hemos visto surgir la razonabilidad como parámetro para el recto ejercicio del poder, y en la siguiente sección veremos cómo se ha aplicado este principio en la jurisprudencia nacional. Sin embargo, como cuestión previa estimo necesario hacer algunas consideraciones sobre la razón humana en su relación con el quehacer jurídico, con el arte del Derecho, pues no es posible hablar de “razonabilidad” sin un punto de referencia sobre qué hemos de entender, precisamente, como “razón” y “razonable”.

La equidad puede postularse, en sentido general, como adecuación de la justicia al caso concreto, recordando que ya desde Aristóteles y los antiguos romanos se tenía conciencia de que la ley debe tener un carácter general y abstracto pero que, por eso mismo, no será siempre adecuada del todo al caso concreto. Para comprender mejor el tema, debemos exponer someramente algunos puntos fundamentales de la visión clásica del Derecho, refiriéndonos con ello a la concepción que se hereda desde el derecho romano hasta antes del advenimiento del racionalismo moderno, es decir, la concepción del Derecho en la línea general de lo que algunos autores denominan racionalismo aristotélico-tomista.

Con ello entendemos que la razón humana, siendo una sola, opera sin embargo de dos modos[37]:

  1. Como razón especulativa o teórica, cuando se trata sólo de conocer. Se limita a aprehender el ser de las cosas. Opera mediante juicios lógicos (si A es igual a B y B es desigual a C, resulta que A es desigual a C).
  1. Como razón práctica, cuando se trata de obrar. Se trata de conocer la regla de la acción y de aplicarla. Opera mediante juicios prudenciales (supuesta la situación A, lo recto es hacer B).

El Derecho, desde la perspectiva tomista, pertenece al ámbito de la razón práctica, por lo que no cabe hablar en sentido propio de una lógica jurídica, sino únicamente de una prudencia jurídica o “juris-prudencia”, y esto, junto con el realismo jurídico clásico (“el derecho” como “la cosa justa”, lo que es debido: dar a cada quien lo suyo), se enlaza con el sentido romano de la labor del jurista: encontrar en cada caso la regla de acción, lo justo. “La razón práctica (…) versa sobre conductas, envueltas en circunstancias que son variables, pues se trata de la vida misma del hombre. Por consiguiente, las proposiciones con que la razón humana enuncia la ley natural no son totalmente universales porque no contienen todos los casos posibles; por eso admiten excepciones, es decir, casos en los que, por variación de las circunstancias, la regla aplicable es distinta”[38]. Si bien la cita es tomada de un contexto en que se refiere específicamente a la ley natural, resulta aplicable, y acaso con mayor razón, a la ley humana o derecho positivo, pues aunque su concreción es mayor, también lo es su potencial imperfección, y es precisamente en ello que radica la necesidad de ejercer prudencia, razonabilidad, en el despliegue de la discreción política, legislativa, judicial, administrativa, en pro de un constante mejoramiento de las normas y de su aplicación, a la luz de las concretas circunstancias históricas de la realidad nacional.

Con lo anterior en mente, también podemos entender en la medida de lo que atañe a nuestro tema, lo que explica Santo Tomás de Aquino: “La razón práctica, en cambio, se ocupa de cosas contingentes, cuales son las operaciones humanas, y por eso, aunque en sus principios comunes todavía se encuentra cierta necesidad, cuanto más se desciende a lo particular tanto más excepciones ocurren. Así, pues, en el orden especulativo, la verdad es la misma para todos, ya sea en los principios, ya en las conclusiones (…). Pero en el orden práctico, la verdad o rectitud práctica no es la misma en todos a nivel de conocimiento concreto o particular, sino sólo de conocimiento universal (…). Si se trata, en cambio, de las conclusiones particulares de la razón práctica, la verdad o rectitud ni es la misma en todos ni en aquellos en que es la misma es igualmente conocida. (…) Y esto ocurre tanto más fácilmente cuanto más se desciende a situaciones particulares (…)”[39].

Nótese que la explicación de Tomás atañe a la generalidad, no ya sólo de la ley escrita, sino también de los principios de la ley natural, y relacionándolo no sólo con el hecho de que un caso no esté previsto en la ley, sino con el carácter contingente de la acción humana: es decir, cabe pensar que, en el desarrollo que hace el Aquinate, no se trata ya sólo de que un caso no esté previsto por la ley escrita, o de que la norma a aplicar permita un cierto campo de discrecionalidad a la autoridad competente para resolver el caso concreto, sino de que, por estar cada caso rodeado de circunstancias particulares e involucrar a personas concretas, en cierta forma ningún caso está ‘realmente previsto’ en la ley al modo en que una interpretación mecánica, ‘positivista’, lo plantearía. Es decir: no opera ‘en blanco y negro’ el esquema supuesto-hecho-consecuencia que nos proponen algunas posturas de la hermenéutica jurídica (que, aunque superadas en el pensamiento jurídico, aún tienen cierto arraigo en nuestro medio práctico nacional), sino que el hecho siempre entraña una realidad concreta y compleja que hace necesario cuestionar su grado de adecuación al supuesto y, con ello, la matización de la consecuencia que éste le asigna, de forma tal que la labor del jurista siempre conlleva necesariamente la integración de criterios más amplios que la mera confrontación del texto legal con la realidad, pues no es la letra de la ley la que crea la realidad, sino más bien es la legislación la que está al servicio de la realidad humana. Esto es así, con mayor motivo, cuando se está en presencia de una norma que permite un ámbito de discrecionalidad.

Con el surgimiento del racionalismo que algunos autores llaman acrítico, moderno, cartesiano, ingenuo, constructivista, etc., se sientan las bases para la aparición tanto del iusnaturalismo (entiéndase, el iusnaturalismo basado en las nuevas concepciones racionalistas) como del positivismo jurídico: si bien estamos acostumbrados a referirlos como doctrinas contrapuestas, en realidad y de fondo están más ‘emparentadas’ de lo que comúnmente se cree.

En la doctrina anterior (especialmente la aristotélico-tomista), existe un intento constante de armonizar naturaleza e historia, inmutabilidad esencial y variabilidad accidental, principios y casos concretos. El iusnaturalismo racionalista, en cambio, considera la universalidad y la inmutabilidad del derecho natural con mucha más rigidez que antes: el derecho natural se vuelve ajeno al tiempo y a la historia; una vez descubierta la norma racional y plasmada en un código, una ley o un reglamento, estaría dado para siempre el derecho que deba regular en forma racional la vida de los pueblos.

Con esta visión, el razonamiento propio de la razón práctica se va sustituyendo por un razonamiento especulativo, mediante conclusiones lógicas derivadas unas de otras desde unos primeros principios hasta los más pequeños detalles de la vida social. El logicismo vuelve al derecho ajeno a la vida práctica. En la doctrina clásica, el centro del derecho natural eran los primeros principios; en la doctrina moderna, lo más importante fueron las derivaciones de los principios, que consideraba el sistema de leyes naturales sociales[40]. El iuspositivismo, por su parte, aportó la tendencia de la aplicación mecánica, la interpretación exegética, la auto-integración plena, del ordenamiento legislado.

Posterior al racionalismo cartesiano (aunque en sí mismo un pensador muy original) tenemos a Emanuel Kant quien, en lo concerniente a la razón práctica, trata de descubrir los principios a priori para guiar la acción. Antes de Kant, el centro de la moral era el bien: una acción es buena o mala según se ordene o no al bien, de tal forma que el criterio de la acción está fuera del sujeto o, al menos, fuera de la conciencia del sujeto. En cambio, según Kant, se debe encontrar un criterio dentro del propio sujeto que sea a priori, independiente de toda experiencia. Tal criterio es el deber: la moral kantiana es una moral del deber, no del bien. Considera que la moralidad del acto reside no en su materia (objeto) sino en su forma (la intención, el motivo). La forma a priori del obrar humano, para Kant, es el deber, el sentido de la obligación: la acción humana será moral cuando se mueva sólo por la obligación del deber, y no se trata sólo de obrar conforme al deber, sino de obrar por deber. Al imperativo del deber por el deber le denominó Kant imperativo categórico, hecho racional que no se deduce de otro hecho. Entendió el deber como una ley que proviene a priori de la razón autónomamente (no de un legislador, ni siquiera Dios) y se impone por sí misma a todo ser racional[41]. Aunque quizá no fue lo que Kant se propuso, no es improbable que su forma de ver el obrar humano haya contribuido de alguna manera, aunque indirecta, a considerar la aplicación de la ley, del deber jurídico, en forma rígida.

En resumen, es razonable afirmar que a través de la historia las corrientes predominantes de pensamiento filosófico y jurídico han llevado a la sustitución de un modelo según el cual la norma jurídica es una regla de conducta considerada en íntima relación con la realidad del ser humano y su vida, por otro modelo que mira a la norma más bien como una prescripción de inexorable y rigurosa aplicación, ajena muchas veces a la realidad práctica de la persona y sus circunstancias. Lo interesante del tema es que ambas posturas van ligadas a distintos modos de entender el Derecho más allá de las formas históricas que adopta: antes del racionalismo constructivista, desde luego que también existían normas legisladas, escritas, prolépticas, pero éstas no se miraban como única y exclusiva fuente jurídica, inapelable y ajena a toda consideración fuera de sí misma, sino que estaba abierta a la evaluación crítica en su aplicación mediante criterios que, a su vez, no eran vistos como extra-jurídicos o meta-jurídicos, sino como aspectos inherentes al Derecho en cuanto realidad humana y dominio de la razón práctica.

Para el tema del poder discrecional, lo apuntado es de suma importancia, pues si no existe otro referente hermenéutico, jurídico, fuera de la norma escrita, y ésta concede discreción a la autoridad al momento de aplicarla, resulta que esa discrecionalidad tampoco tendría parámetro ni límite alguno más allá de la propia voluntad del funcionario público: y, con esto, regresaríamos de lleno a la fórmula del poder despótico expuesta por Bodenheimer, disfrazado ahora de ‘legalidad’ y ‘ejercicio de atribuciones legalmente establecidas’, con lo cual, como dicho autor apuntaba, es aún más nociva y peligrosa: cualquier funcionario o empleado de la Administración Pública vendría a ser nada más que un déspota, grande o pequeño según el alcance de sus funciones y atribuciones, no ligado por una verdad ni una razón más allá de su propia voluntad de poder. Y, con esto, quizá empezamos a comprender la raíz filosófica de la problemática que aqueja a nuestro agraviado país, como un problema esencialmente referido a la crisis de Verdad y Razón que la humanidad atraviesa…

La razonabilidad como parámetro en el ejercicio del poder

Al examinar los ejemplos jurisprudenciales de la respectiva sección precedente, vimos emerger la razonabilidad como criterio para determinar el recto uso de la discrecionalidad en el ejercicio del poder, en todas sus manifestaciones, es decir, desde la elección de opciones y determinaciones normativas por parte del Poder Legislativo dentro del marco constitucional, hasta la producción de actos jurisdiccionales y administrativos en casos concretos.

En cuanto parámetro para el ejercicio de funciones normativas, dicho criterio también resulta aplicable a la función reglamentaria de la Administración Pública, y en este sentido aportaría la respuesta jurídica en el medio guatemalteco a aquella preocupación de Hayek, antes citada, sobre “que esta capacidad de ‘legislación administrativa’ debería estar sujeta a las mismas limitaciones que el verdadero poder normativo del cuerpo legislativo general”.

Ahora bien, en aquélla cita jurisprudencial a que nos referimos, vimos que la razonabilidad se enunció como un criterio para el ejercicio de la potestad normativa, pero al mismo tiempo se indicó que la discreción política no está sujeta propiamente al control de la opinión pública, y no así al de la jurisdicción constitucional, siempre que se apegue a los parámetros constitucionales. Es decir: a la luz de tal consideración, podríamos concluir que puede haber una norma adoptada mediante discrecionalidad política que no viole las garantías constitucionales, pero que aún así resulte contraria al sentir jurídico del pueblo. En varias ocasiones, incluso recientes, hemos visto normativas derogadas o reformadas a raíz de la indignación y malestar que producen en la sociedad, dejando sin materia procesos de inconstitucionalidad pendientes de resolución, o anunciados pero aun no incoados. También hemos visto cómo, en ocasiones, más que una oposición generalizada de la opinión pública, se dan presiones (incluso violentas) de grupos específicos.

Lo anterior requiere un análisis que trasciende el ámbito propiamente jurídico, y el objeto de esta ponencia, pero en lo que sí atañe a nuestra temática es de resaltar que ese criterio de la Corte de Constitucionalidad ha evolucionado con el tiempo, al punto que actualmente existe lo que podría considerarse una mayor apertura o flexibilidad en cuanto a la potestad que tiene el Tribunal Constitucional para evaluar la razonabilidad en el contenido de las normas generales. Esto, a su vez, conlleva la necesidad de reflexionar detenidamente sobre lo que esto implica de cara a los límites de la función propia de la Corte de Constitucionalidad, pero para fines de nuestro examen, hace necesario detenernos en la enunciación que dicha Corte ha hecho de este principio, por la trascendencia que reviste al tema analizado, según lo apuntado anteriormente.

En este sentido, quizá la explicación más detallada de la cuestión la encontramos en la sentencia mediante la cual se declaró la inconstitucionalidad de la reforma introducida en materia de multas por incumplimiento de obligaciones notariales, que fue sustentada por completo sobre la base de su razonabilidad, haciendo recepción de doctrinas judiciales nacidas del constitucionalismo norteamericano. La cita es extensa, y dice así[42]:

“…en el primer párrafo del artículo 44 de la Constitución Política de la República, al indicarse que los derechos y garantías que otorga la Constitución no excluyen otros que, aunque no figuren expresamente en ella, son inherentes a la persona humana, se permite la inclusión en el plexo constitucional de una garantía innominada constitucionalmente: aquella que propugna porque las leyes que se emitan con el objeto de regular determinada conducta en una sociedad, deben reflejar una base razonable en su emisión. Al realizar su labor legislativa, el legislador ordinario no podía obviar ciertas reglas no escritas pero de elemental observancia, tales como la de que nadie está obligado a lo imposible, y de que nadie está obligado realizar actos que conduzcan a resultados absurdos, prohibidos o irreales. De esa cuenta, el ejercicio responsable de la potestad legislativa comporta la observancia de reglas de logicidad, razonabilidad y proporcionalidad.

“Para posibilitar el control abstracto de constitucionalidad con sustentación en esta garantía, se recepta una teoría originada en el constitucionalismo norteamericano: la del debido proceso sustantivo (due process of law de acuerdo con la doctrina anglosajona), cuya connotación sustancial va dirigida a controlar si en la emisión de un precepto normativo, su emisor observó parámetros de razonabilidad y proporcionalidad que deben concurrir en el proceso de elaboración de una ley, para que el producto legislativo final, plasmado en la emisión y vigencia de aquélla, no conduzca a un resultado absurdo, irrazonable o prohibido.

“De acuerdo con esta teoría, a la que ya ha acudido esta Corte para establecer la razonabilidad de una ley –según se puede advertir en la sentencia de veinticinco de marzo de dos mil cuatro (Expediente 1086-2003)–, los parámetros de razonabilidad y proporcionalidad de una norma pueden determinarse, de manera general, si se evidencia sin mayor esfuerzo interpretativo la concurrencia de una relación adecuada entre el fin que se pretende por medio de la emisión de una norma y los medios contemplados en ella para conseguir tal fin. Si no se observa aquella relación y los resultados interpretativos únicamente conducirían a conclusiones carentes de razón suficiente, se estaría ante una violación de la garantía antes indicada, y con ello, ante una contravención de lo establecido en el primer párrafo del artículo 44 de la Constitución.

“(…) se acude en este fallo a la realización de un test de proporcionalidad y razonabilidad de las normas, la que, desde luego, no puede soslayar que en un régimen democrático de separación de poderes, las decisiones sobre la conveniencia de emitir una norma son eminentemente políticas, y de ahí que el juez constitucional no pueda sustituir el criterio del legislador ordinario respecto de la conveniencia o inconveniencia de una ley. Sin embargo, y sin interferir en el ámbito de la potestad legislativa, en la jurisdicción constitucional tampoco puede soslayarse, al realizar el control abstracto de constitucionalidad de las normas, la atinente determinación sobre el debido cumplimiento de la obligación que se dirige al legislador ordinario en cuanto a observar, en la emisión de una norma, que todos los aspectos y consecuencias jurídicas y elementos y circunstancias fácticas que deriven en su emisión no puedan originarse o sustentarse en una base carente de razonabilidad, determinación que cobra especial relevancia cuando se trata de emisión de leyes con las que se pretenda restringir el ejercicio de un derecho fundamental o bien establecer una obligación directa hacia un sector determinado de la población.

“(…) para la realización del test aludido, inicialmente debe realizarse una interpretación jurídica de la norma; ello con el objeto de reconocer o atribuir el significado jurídico al texto contenido en aquélla. La importancia de realizar una debida interpretación normativa atiende a que es por medio de ella que se puede determinar, de forma racional y justa, la regla que definirá (es decir, que guiará) una conducta determinada, prohibida o permitida, pero igualmente obligatoria, todo ello a la luz de la razón práctica.

“De acuerdo con esa línea de pensamiento, una interpretación normativa inicialmente debe asumir que cada acción estatal debe perseguir un fin legítimo, constitucionalmente permitido y relevante; y de ahí que una primera conclusión a la que puede arribarse, es a la de que si en la Constitución se contempla una prohibición, si se emitiese una ley con la que pretenda soslayar tal prohibición, la ley emitida sería inconstitucional de acuerdo con lo previsto en el primer párrafo del artículo 175 de la Constitución, pues el fin de la norma sería ilegitimo constitucionalmente.

“(…) Para determinar si una norma es razonable y en ella se cumple con el valor seguridad jurídica –que el Estado debe garantizar como una obligación establecida en el artículo 2 constitucional– se aplica al precepto enjuiciado un test de razonabilidad y proporcionalidad. Para la determinación de concurrencia de estas últimas, esta Corte se apoya en las ideas de Jaime Araújo Rentería quien expresa que el control de constitucionalidad por medio del principio de proporcionalidad, no es más que una relación entre medios y fines que aplica a las acciones del poder público, al entenderse que con cada acción estatal se debe perseguir un fin legítimo y que tanto el medio como el fin deben estar permitidos (Vid. Araújo Rentería, Jaime. Los métodos judiciales de ponderación y coexistencia entre derechos fundamentales. Crítica, en Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano 2006. 12º Año. Tomo II. Konrad Adenauer Stiftung, Diseño e Impresos Sandoval, México, 2006, páginas 853-877). La aplicación de este test también es creación del constitucionalismo norteamericano y va encaminada a evidenciar la equilibrada relación que debe coexistir entre los medios y los fines antes aludidos.

“De ahí que para la debida observancia del principio de proporcionalidad deban tenerse en cuenta los siguientes subprincipios: a) idoneidad del medio empleado: que propugna porque el medio debe ser adecuado para lograr el fin que se persigue. Su relevancia, en palabras de Araújo Rentería, es que si el medio no lleva al fin que se persigue, porque es inocuo o no es idóneo [a lo que esta Corte agrega, o es constitucionalmente prohibido], la norma debe ser declarada inconstitucional, pues no sirve para el fin que se persigue (Cfr. Araújo Rentería, Jaime. Op. Cit. Página 854); b) necesidad del medio empleado: el medio, además de no estar prohibido y ser idóneo, debe ser necesario; y c) proporcionalidad del medio empleado: la afectación debe compensarse o equilibrarse con beneficios, es decir, debe existir un equilibrio entre las ventajas que causa para la comunidad el acto estatal y las cargas que causa.

“En cuanto a la proporcionalidad, como principio, precisa el Tribunal Constitucional alemán que el medio previsto por el legislador tiene que ser adecuado y exigible para alcanzar el objetivo propuesto; un medio es adecuado cuando mediante él puede lograrse el resultado deseado; es exigible cuando el legislador no habría podido optar por un medio distinto, igualmente eficaz, que no limitara o hiciere en menor grado un derecho (Cfr. Sentencia BVerfGE 30, 292, traducción libre de esta Corte).

“La razonabilidad se refiere más a la interdicción y a la prohibición de la arbitrariedad. De ahí que si existe tratamiento diferenciado en el contenido de una norma, aquella diferenciación será arbitraria cuando no sea posible encontrar una razón suficiente que explique el porqué, en igualdad de circunstancias, a un comportamiento debe dársele un tratamiento distinto de otro.

“(…) cuando se contempla la imposición de aquella sanción (multa), en la mayoría de casos el monto a que asciende la multa es una cantidad ya determinada por el propio legislador, lo que a juicio de esta Corte no permitiría la arbitrariedad o una discrecionalidad irrazonable del funcionario (judicial o administrativo) a quien se le atribuyó la facultad de imponer la sanción multicitada. En ese orden de ideas, si bien la sola estimación de severidad en la imposición de la sanción no podría calificarse de manera liminar como ausencia de razonabilidad o proporcionalidad, tampoco puede soslayarse que, según ya lo ha determinado este tribunal, la discrecionalidad sancionadora solamente puede tener la limitación propia de lo razonable (Vid. Sentencia de veintinueve de agosto de dos mil, dictada en el expediente 787-2000).

“(…) si bien es legítima la finalidad (objetivo) por el cual se pretende sancionar con multa pecuniaria el incumplimiento de las obligaciones notariales a que se alude en el primer párrafo del artículo 100 del Código de Notariado, el medio que el legislador estableció para determinar el monto de aquellas sanciones no solo no es idóneo, sino además es prohibido constitucionalmente por soslayarse en aquél una prohibición constitucional: la que no permite instituir multas confiscatorias, y, además, por admitirse, en aquel medio, una discrecionalidad sancionadora que no encuentra apoyo en una base razonable”.

Esta doctrina debe entenderse en conjunción con otro precedente de la jurisprudencia constitucional importante para nuestro tema, en que también se hace referencia a los principios de razonabilidad y proporcionalidad, como lo es la elaboración que la Corte de Constitucionalidad ha hecho sobre los derechos humanos fundamentales como límites, en su núcleo esencial, de la autoridad pública en general, lo cual desde luego incluye los límites a la discrecionalidad en sus diversas manifestaciones:

“…la interpretación valorativa de la Constitución en orden a los derechos humanos contenidos en ella debe dar por presupuestos que: a) esos derechos son, ontológicamente, limitados, porque son derechos “del hombre en sociedad”; y b) esos derechos son relativos y, por ende, admiten limitaciones razonables al tenor de lo que en ese punto habilita la Constitución.

“Hay que tener en cuenta al interpretar tales limitaciones que ellas no pueden exceder el margen de lo razonable, es decir, no pueden destruir o alterar el derecho limitado; que el medio escogido en la limitación debe ser proporcional a la naturaleza del derecho que se limita; que el medio escogido en la limitación para alcanzar razonablemente un fin legítimo debe ser también proporcional a ese fin; y acaso también que además de esa proporcionalidad razonable entre medio y fin, el medio elegido no sea el más gravoso u oneroso para el derecho que soporta la limitación (o sea, debe buscarse la restricción menor que sea conducente al fin, y no la mayor).

“El principio de razonabilidad puede concordarse con el principio del “contenido esencial” de los derechos contemplados en la Constitución; el desarrollo legislativo de los derechos tiene que respetar, aun en las limitaciones que imponga a ellos, su contenido esencial. Es lo mismo que la limitación razonable.

“Los conceptos así teorizados suscitan comprensión y adhesión, pero su aplicación puede, muchas veces, moverse en zonas de duda y penumbra. De ahí que la razonabilidad y contenido esencial repele toda interpretación que use el ya descartado método funcional, ya que éste obliga a respetar la naturaleza intrínseca del derecho a favor de su titular; pero salvado ese núcleo, también incita a mirar la dimensión objetiva o institucional del sistema de derechos, en la que se halla la aspiración a darle efectividad con la mayor optimización posible en cada circunstancia concreta y por aquí se filtran los valores de solidaridad e igualdad correlacionado con los de libertad, desarrollo y todos aquellos en los que se fundamenta la convivencia social.

“Este esquema interpretativo, de limitación de los derechos en una democracia sólo se justifica -aparte de que la limitación a su ejercicio sea estrictamente indispensable- en aras de la defensa de los propios derechos fundamentales cuando, por un lado, determinadas acciones limitan o impiden el ejercicio de derechos de la mayoría de los ciudadanos, y por otro lado ponen en peligro el ordenamiento objetivo del Estado democrático”[43].

Visto este marco general de referencia, examinemos ahora algunos ejemplos de aplicación del principio de razonabilidad en situaciones más específicas (que no necesariamente es lo mismo que “casos concretos”). Empecemos por algunos precedentes de la Corte de Constitucionalidad:

“…como tales causas definitivamente restringen el derecho a ser electo –para un cargo en el deporte federado-, para que tal limitación sea compatible con conjunto de principios y valores que inspira una Constitución finalista, como lo es la actual Constitución Política de la República, debe sustentarse sobre una base de razonabilidad que permita establecer, mediante la disquisición racional pertinente, el porqué tal restricción es necesaria, con el objeto de que al existir ella puedan a su vez protegerse derechos que requieren una mayor tutela, en el régimen democrático en el que aquellas limitaciones se instituyen. (…) al no estar en idéntica situación quienes desempeñan o desempeñaron cargos en órganos colegiados del deporte federado, de aquellos quienes no los han desempeñado, sí resulta válida la regulación que pretenda situar razonablemente en un plano de igualdad, a todos aquellos quienes pretendan ser electos para desempeñar cargos en el deporte federado, con el objeto de lograr que la igualdad que preconiza el artículo cuarto del texto supremo, rebase un significado puramente formal y sea realmente efectiva”[44].

“…siendo que los fines del Derecho Disciplinario son afines a los del Derecho Penal, los principios procesales básicos que rigen aquél deben ser también iguales a este último; entre otros, el de legalidad, el de única persecución “non bis in ídem”, del debido procedimiento, razonabilidad y aplicación de la ley más benigna. (…) El principio de razonabilidad exige que toda resolución emitida por autoridad competente debe ser debidamente fundamentada (…) La resolución impugnada también viola los principios de aplicación de la ley más benigna y el de razonabilidad, ya que (…) la autoridad impugnada al enmendar la sanción impuesta y modificarla por una más severa, no expuso las razones por las cuales imponía una sanción que ya se encontraba derogada”[45].

“…esta norma confiere facultad expresa y exclusiva en favor de los tribunales ante los que se gestiona, para que sean éstos los que califiquen y determinen, de acuerdo a su sentir y entender, cuáles son aquellos escritos cuyo contenido encaja en la previsión legal que posibilita su rechazo liminar. No obstante tal aserto, aun cuando dicha facultad resulta ser exclusiva, la misma no debe entenderse como absoluta, pues podría darse el caso de que en la calificación del contenido de los escritos el órgano respectivo incurra en extralimitaciones que veden la acción del litigante, violando con ello no sólo el principio de razonabilidad que informa las actuaciones jurisdiccionales sino que también los principios jurídicos del debido proceso y de defensa”[46].

“…para que una ley sea congruente con lo establecido en el texto constitucional debe guardar concordancia con las normas, principios y valores supremos de la Constitución que se configuran como patrones de razonabilidad. De esa cuenta, la jubilación debe entenderse en el sentido de no imponer otras limitaciones que las justamente derivadas de la naturaleza y régimen de los derechos personales. Para el efecto, el legislador ha establecido esas condiciones atendiendo factores generalizados y razonables, tales como la edad del trabajador o bien los años de servicio como parámetros para optar a una jubilación, sin que ello califique que el trabajador no pueda aún conservar eficiencia para desempeñar sus labores”[47].

La Corte Suprema de Justicia, en su calidad de Tribunal de Casación, ejerce el control nomofiláctico (tutela de la recta aplicación del derecho objetivo) sobre las resoluciones del Tribunal de lo Contencioso-Administrativo, por mandato expreso del artículo 221 de la Constitución. Dicha función actualmente la realiza mediante su Cámara Civil. En tal capacidad, ha hecho también aplicación del principio de razonabilidad como elemento para el control de la juridicidad de los actos administrativos, de lo cual podemos ver algunos ejemplos, específicamente en materia tributaria (que por su importancia, especialización, y volumen de demandas, tiene su propia sub-división en Salas del Tribunal):

“…atendiendo al principio de razonabilidad, es indudable que los gastos realizados por la entidad contribuyente, se encuentran directamente vinculados al proceso productivo y de comercialización, ya que son esenciales para el cultivo de camarones en óptimas condiciones”[48].

“…con cierta base de razonabilidad, debe entenderse que el tributo, como costo para el funcionamiento del poder público por razones de necesidad social, debe partir de que quien paga, previamente debió haber percibido un ingreso, beneficio o ganancia, que es lo que en esencia le permitirá responder a una carga tributaria, es decir, lo que representa su real capacidad de pago. Obviamente al gravar los ingresos brutos sin tomar en consideración que tuvo pérdida fiscal, no se respeta el principio de razonabilidad, pues de lo que menos se preocupa la norma es de la aptitud para pagar”[49].

“La determinación de la resistencia a la acción fiscalizadora de la Administración Tributaria, debe establecerse evaluando el comportamiento integral del contribuyente, tomando en consideración su colaboración, el resultado de la auditoría, y aplicando el principio de razonabilidad con respecto a la presentación de la documentación e información requerida. (…) la exigencia del requerimiento para poder cumplirlo en tres días tiene que ser razonablemente factible, lo que no puede deducirse de lo expresado, circunstancia que lógicamente lleva al ánimo del juzgador, que se estaría frente a la exigencia del cumplimiento de una obligación imposible. (…) si el requerimiento formulado excede la posibilidad de poder cumplirlo, no sólo faltará legitimación jurídica para exigirlo, sino que sería antijurídico pretender imponerle una sanción; pero el supuesto cobra mayor relevancia cuando se trata de encuadrar la conducta omisa en una figura infractora a la que se aplica una drástica sanción, porque, entonces, es evidente la violación a sendos principios aplicables a la tributación en general y a la parte sancionatoria en particular: atenta contra la justicia y equidad tributaria, e incumple el principio de tipificación idóneo de las infracciones tributarias”[50].

También en materia administrativa y tributaria, véase este ejemplo de la jurisprudencia del Tribunal de lo Contencioso-Administrativo:

“…con respecto al principio de razonabilidad, esta Sala llevó a cabo el estudio del mismo, con fundamento en las facultades que le confieren los artículos 204 y 221 de la Constitución Política de la República de Guatemala, examen que le permitió interpretar, con lógica razonable, la norma tributaria cuya inconstitucionalidad constituyó el objeto primordial de la acción planteada, habiéndose llegado a la conclusión de que la única forma de resolver dicho planteamiento es cumplir con el propósito de que la ley ordinaria se ejecute justamente, o sea conforme a la razón, en concordancia con que "la interpretación lógica y razonable es uno de los tantos criterios admisibles para arribar a la correcta interpretación de la ley tributaria, que quizás concreta y resume las demás fórmulas" (cita tomada del libro Derecho Tributario -Parte General- de Catalina García Vizcaíno. Ediciones Depalma, Buenos Aires. 1999, página 179)”[51].

En materia de Derecho Procesal Civil, aplicable también a la jurisdicción contencioso-administrativa por vía de la integración normativa que dispone la Ley de la materia con el Código Procesal Civil y Mercantil (que es a su vez integrador o supletorio de muchas otras ramas), son de interés estos pronunciamientos:

“El autor Osvaldo Alfredo Gozaíni, en su obra “Amparo”, al referirse a las garantías generales del debido proceso expresa: “Para que dicho imperio y auctoritas no excedan los límites tolerables, el procesalismo pone la valla del principio de razonabilidad, el cual supone que toda la actividad jurisdiccional se moviliza bajo la legalidad del obrar y fundamentando adecuadamente cada una de sus resoluciones” (Página ciento cuarenta y cuatro, Rubinzal-Culzoni Editores, Buenos Aires Argentina, dos mil dos)”[52].

“La Corte de Constitucionalidad en sentencia dictada el dieciséis de marzo del noventa y nueve, dentro del expediente setecientos sesenta y nueve guion noventa y ocho señaló «si bien son los jueces de la jurisdicción ordinaria los únicos que, según la Constitución, tienen facultades para decretar medidas cautelares, esta Corte ha sustentado que la decisión del juez debe ser acorde y congruente no sólo con la ley sino también con las circunstancias de hecho que consten en autos. La resolución ajustada a Derecho debe reflejar que el juez ha apreciado, debida y racionalmente, las circunstancias del caso concreto para evitar fallos no razonables que se aparten de la verdadera tutela que los jueces deben dispensar. En lo que a medidas de garantía se refiere, es función del juez no solo apreciar su regulación legal sino también, al momento de decretarlas, que tiendan de manera directa a preservar el derecho que se demanda, sin que implique, en manera alguna, la pérdida u obstaculización de los de la otra parte, ya que ello equivaldría a condenarle sin juicio previo»”[53].

Conclusiones y recomendaciones

Lo expuesto en la presente ponencia podemos resumirlo en las siguientes conclusiones puntuales:

1.    El Derecho, como ya lo conceptualizara el pensador Edgar Bodenheimer, es un término medio entre la anarquía y el despotismo, es decir, provee (dentro de los límites siempre mejorables de la humana falibilidad) un marco dentro del cual tanto gobernados como gobernantes puedan ejercer sus derechos y libertades, sus facultades y atribuciones, respetando los iguales derechos de los demás miembros de la comunidad, permitiendo así la vida en sociedad de forma pacífica, con lo cual favorece la cooperación voluntaria.

2.    Sólo existe un auténtico Derecho Público donde el gobierno se ve obligado a actuar dentro de límites bien definidos y, en ese sentido, el Derecho Administrativo puede entenderse dotado de diversas funciones confluyentes:

a.    Establece las limitaciones a los poderes de los funcionarios y corporaciones administrativas, regulando las actividades de los distintos órganos estatales.

b.    Salvaguarda los derechos de los individuos y grupos frente a invasiones indebidas por parte de los órganos administrativos.

c.    Determina y circunscribe la esfera de acción dentro de la cual deben operar los órganos administrativos.

d.    Indica los remedios de que disponen los ciudadanos en el caso de que el órgano administrativo trascienda su esfera de acción.

e.    Designa las normativas establecidas por los órganos administrativos y que son vinculantes no sólo para los funcionarios de estos órganos, sino también para los ciudadanos privados que tratan con ellos.

3.    La discrecionalidad es un elemento necesario en el Derecho Administrativo, pero su ejercicio debe enmarcarse dentro de los límites de legalidad y juridicidad, incluyendo los límites puestos a la actividad normativa general, es decir, el orden constitucional.

4.    Según la jurisprudencia nacional, sólo admiten discrecionalidad aquellas normas que otorgan expresamente la facultad al funcionario o empleado público de decidir sobre la oportunidad de su aplicación. La discrecionalidad no puede significar arbitrariedad ni falta de control, y su ejercicio no puede ser ruinoso o irracionalmente arbitrario, especialmente cuando existan referentes o indicadores objetivos a la luz de los cuales pueda evaluarse su ejercicio.

5.    Dentro del marco amplísimo del Derecho Administrativo, hemos circunscrito nuestro comentario a los Registros Públicos, por ser la parte de la administración pública que más directamente se vincula con actos del Derecho Privado. En tal sentido, hemos ejemplificado casos que, a nuestro entender, constituyen usos incorrectos de la discrecionalidad, tales como:

a.    Rechazar o suspender la inscripción de actos con base en criterios no fundamentados en ley, o basados en una interpretación excesiva e irracionalmente rigurosa de la misma.

b.    Exigir requisitos que no están establecidos por ley o reglamento.

c.    Exigir la modificación del contenido del acto a inscribirse, sobre la base de criterios no fundamentados en ley, y que constituyen una invasión de la autonomía de la voluntad de las partes o del criterio notarial.

d.    La falta de claridad o certeza en cuanto a los requisitos que deben cumplirse para obtener la inscripción de determinados actos.

e.    Exigir como requisitos para el trámite de inscripción, o en el contenido de los actos a inscribirse, extremos que constan de oficio a la propia autoridad registral, y que la ley o reglamento no señalan como exigencia esencial.

f.     Exigir requisitos respecto de los cuales existe imposibilidad material de cumplir, y no son esenciales a la eficacia jurídica del acto.

g.    Negarse a corregir errores atribuibles a la propia autoridad registral, y que la ley faculta a corregir de oficio o, al menos, exigir un trámite de jurisdicción voluntaria cuando según la ley bastaría una simple petición de parte.

h.    Restringir la inscripción de actos permitidos por el marco constitucional y legal de la autonomía de la voluntad, con base en una inadecuada apreciación de la nominación y tipicidad de ciertos actos jurídicos previstos en ley.

6.    En otros ámbitos administrativos, se ejemplificó la discrecionalidad mal empleada en circunstancias tales como:

a.    No fundamentar adecuadamente las resoluciones mediante una argumentación jurídica que permita entender el razonamiento por el cual la autoridad arriba a la conclusión jurídica que adopta, independientemente de que se comparta o no la misma.

b.    Resolver peticiones administrativas sin pronunciarse sobre lo invocado y alegado por el interesado, independientemente de que se le dé o no la razón al respecto.

c.    Variar las formas procedimentales, inobservando garantías y principios del debido proceso.

d.    Realizar apremios cuando no concurren los supuestos fácticos que la norma exige para hacerlos procedentes.

e.    Ejecutar órdenes administrativas que aún no han causado firmeza por estar todavía sujetas al derecho de impugnación.

7.    El uso incorrecto de la discrecionalidad constituye un abuso de poder y, adicionalmente:

a.    Merma la confianza del ciudadano hacia sus instituciones públicas, abriendo la puerta al desorden, el despotismo, y la anarquía.

b.    Restringe o elimina derechos y facultades de la esfera jurídica de los particulares.

c.    Distrae recursos humanos, materiales, y de tiempo, hacia usos menos esenciales de la autoridad pública, haciéndola ineficiente y financieramente deficitaria.

d.    Distrae recursos de los particulares hacia usos menos esenciales de los mismos, mermando su poder adquisitivo, y su bienestar material y psíquico.

e.    Desfigura el Derecho Objetivo, sustituyendo las facultades y derechos que la normativa jurídica otorga y reconoce, por la voluntad y criterio de la autoridad pública en ejercicio de una discrecionalidad mal entendida, o incluso fuera de la legalidad. Esto, porque resulta menos oneroso ajustarse a sus requerimientos, aunque sean irracionales o ilegales, que restaurar el imperio del Derecho por los medios de impugnación jurídicamente viables.

f.     Incentiva la corrupción, haciendo menos oneroso corromper a los funcionarios y empleados públicos, que cumplir con la sobrerregulación. Esto es más grave cuando la sobrerregulación ni siquiera se origina en leyes o reglamentos, sino en criterios de los funcionarios o empleados públicos encargados de implementarlas.

8.    Según la jurisprudencia nacional:

a.    El ejercicio de la potestad legislativa (y, cabe entender, de toda autoridad pública, especialmente la que admite márgenes de discrecionalidad), comporta la observancia de reglas de logicidad, razonabilidad, y proporcionalidad, para que los actos de autoridad que emane no conduzcan a resultados absurdos, irrazonables o prohibidos.

b.    Cada acción estatal (entiéndase incluida la emisión de actos administrativos discrecionales), debe perseguir un fin legítimo, constitucionalmente permitido y relevante.

c.    El principio de proporcionalidad se integra por tres sub-principios, a saber: idoneidad (adecuación al fin que persigue), necesidad, y proporcionalidad (equilibrio entre las ventajas y las cargas que el acto estatal causa a la comunidad) del medio empleado.

d.    La razonabilidad prohíbe la arbitrariedad, que existe cuando no se da razón suficiente que explique el por qué, en igualdad de circunstancias, una conducta deba recibir tratamiento distinto de otra.

9.    Según la jurisprudencia nacional:

a.    Las limitaciones a los derechos humanos no pueden ser irrazonables. Lo son cuando: destruyen o alteran el derecho limitado, afectando su contenido esencial; no son proporcionales a la naturaleza del derecho que se limita; su limitación se hace por un medio que es más gravoso u oneroso para el derecho que otros medios al alcance de la autoridad para el mismo fin.

A la luz de lo expuesto y considerado, proponemos las siguientes recomendaciones:

1.    La formación y capacitación académica y profesional de los actores jurídicos (profesionales del Derecho, funcionarios y empleados públicos) debe abordarse conforme los más altos estándares de calidad y excelencia, pues una persona honesta pero ignorante del Derecho que continúe ejerciendo una función de trascendencia jurídico-social, es quizá más peligrosa que una persona corrupta que pueda ser oportunamente castigada por sus actos e impedida de hacer más daño.

2.    En dicha labor de formación jurídica, es necesario retomar las concepciones clásicas del Derecho como dominio de la razón práctica, cuyo centro y raíz lo constituye el ser humano en su concreta realidad personal y social, trascendiendo los esquemas de rigor positivista que favorecen el formalismo y el abuso de autoridad.

3.    Es necesario el conocimiento y difusión de la jurisprudencia nacional para que todos los actores jurídicos tengan conocimiento de los criterios emanados por las autoridades jurisdiccionales en ejercicio del control de la legalidad y juridicidad de la administración pública, así como para evaluar que dichos criterios sirvan cada vez más y mejor a tal efecto.

4.    Para conformar jurisprudencia que siente precedentes útiles para el recto ejercicio de la administración pública, será necesario en ocasiones hacer uso de los medios de impugnación previstos en ley, aunque con frecuencia ello resulte más oneroso que ajustarse a criterios o exigencias irrazonables o ilegales de la autoridad administrativa.



[1] Bodenheimer, Edgar. Teoría del Derecho. Fondo de Cultura Económica, 2004. Página 28.

[2] Ob. Cit. Página 17.

[3] Ob. Cit. Página 20.

[4] Ob. Cit. Página 41.

[5] Ob. Cit. Páginas 118 a 121.

[6] Hayek, Friedrich A. Derecho, Legislación y Libertad. Universidad Francisco Marroquín / Unión Editorial, 2006. Páginas 171 y 172.

[7] Calderón Morales, Hugo Haroldo. “El Acto Administrativo”, en Manual de Derecho Administrativo, Manuel Ballbé y Marta Franch (editores). Universidad Autónoma de Barcelona, 2002. Página 193. 

[8] Loc. Cit.

[9] Ibid. Página 194.

[10] Ob. Cit. Página 125.

[11] Ob. Cit. Páginas 171 y 172.

[12] Ob. Cit. Páginas 172 y 173.

[13] Existen también otras posturas, como el anarco-capitalismo o los diversos géneros de totalitarismos, pero éstas ya sobrepasan las concepciones sobre Estado, Poder y Derecho que son las más aceptadas en las constituciones contemporáneas, y sobre las cuales elaboramos la presente disertación.

[14] Zanotti, Gabriel J. Introducción filosófica al pensamiento de F.A. Hayek. Universidad Francisco Marroquín / Unión Editorial. Página 95.

[15] Ibid. Página 96.

[16] Ibid. Páginas 100 y 101. Para el desarrollo que el propio Hayek hace de estas ideas, ver: Derecho, Legislación y Libertad, principalmente el Capítulo XVIII de su Tercera Parte, que contiene valiosos aportes al Derecho Administrativo y Constitucional en materia de centralización, descentralización, autonomía, y gobiernos locales.

[17] Cfr. Hayek. Ob. Cit. Páginas 57 a 78.

[18] He desarrollado y fundamentado esta noción en mi artículo Jurisprudencia y doctrina legal: el derecho judicial en Guatemala, disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Articulo:0001.

[19] Corte de Constitucionalidad, sentencia de 27 de junio de 1991, Expedientes Acumulados 254-90 y 284-90. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:19910627-0000-254-90.

[20] Corte de Constitucionalidad, opinión consultiva de 24 de agosto de 1988, Expediente 172-88. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Opinion:172-88-0000.

[21] Corte de Constitucionalidad, opinión consultiva de 17 de septiembre de 2010, Expediente 3174-2010. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Opinion:3174-2010-0000.

[22] Corte de Constitucionalidad, opinión consultiva de 6 de septiembre de 1999, Expediente 581-99. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Opinion:581-99-0000.

[23] Corte de Constitucionalidad, sentencia de 27 de febrero de 2001, Expedientes Acumulados 729 y 744-2000. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20010227-0000-729-2000_y_744-2000.

[24] Corte de Constitucionalidad, sentencia de 18 de noviembre de 2009, Expedientes Acumulados 1836-2009 y 1846-2009. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20091118-0000-1836-2009_Y_1846-2009.

[25] Corte de Constitucionalidad, sentencia de 29 de marzo de 2007, Expediente 3046-2005. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20070329-0000-3046-2005.

[26] Corte de Constitucionalidad, sentencia de 21 de mayo de 1987, Expedientes Acumulados 69-87 y 70-87. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:19870521-0000-69-87_y_70-87.

Tengo entendido que este criterio ha variado posteriormente, pues en la actualidad es posible encontrar diversas normas que tipifican delitos sin opción a medida sustitutiva de la prisión preventiva. Coincido con el criterio original citado arriba, y no está de más llamar a re-examinar la adecuación de dichas normas al recto entendimiento de la presunción de inocencia y los fines de la persecución penal.

[27] Sala Segunda del Tribunal de lo Contencioso-Administrativo, sentencia de 28 de septiembre de 2000, Expediente 179-99. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20000928-0001-179-99.

[28] Sala Tercera de la Corte de Apelaciones del Ramo Civil y Mercantil, sentencia de 12 de mayo de 2011, Expediente 01010-2011-00017. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20110512-0011-01010-2011-00017.

[29] Sala de la Corte de Apelaciones de Familia, sentencia de 21 de febrero de 2011, Expediente 01055-2009-00998. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20110221-0013-01055-2009-00998.

Véase también: Sala Segunda de la Corte de Apelaciones de Familia, sentencia de 8 de octubre de 2013, Expediente 01191-2013-00039. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20131008-0014-01191-2013-00039.

[30] Sala Segunda de la Corte de Apelaciones del Ramo Penal, Narcoactividad y Delitos Contra el Ambiente, sentencia de 14 de marzo de 2011, Expediente 388-2010. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20110314-0026-01076-2009-01312.

En igual sentido véase, de la misma Sala:

Sentencia de 7 de junio de 2010, Expediente 31-2010. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20100607-0026-01070-2009-00321.

Sentencia de 29 de marzo de 2011, Expediente 239-2010. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20110329-0026-01081-2009-01738.

Sentencia de 9 de marzo de 2010, Expediente 216-09. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20100309-0026-01076-2008-05318.

Sentencia de 18 de marzo de 2011, Expediente 198-2010. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20110318-0026-01069-2009-02011.

[31] Sala Cuarta de la Corte de Apelaciones del Ramo Penal, Narcoactividad y Delitos Contra el Ambiente, sentencia de 20 de marzo de 2013, Expediente 566-2012. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20130320-0028-05005-2011-00651.

[33] Corte de Apelaciones de Uruguay, sentencia de 2 de julio de 1973, citada por Juan M. Farina en Contratos comerciales modernos, página 396, nota al pie 9. 2ª edición. Editorial Astrea. Buenos Aires, 1999.

[34] Corte Suprema de Justicia, Cámara Civil, sentencia de 24 de julio de 1974, Expediente sin número. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:19740724-0003-SN.

[35] Corte Suprema de Justicia, Cámara Civil, sentencia de 28 de marzo de 1985, Expediente sin número. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:19850328-0003-SN.

[36] Bullard, Alfredo. Derecho y Economía: el Análisis Económico de las Instituciones Legales. Palestra Editores, 2006. Página 48.

[37] Cfr. Hervada, Javier. Historia de la Ciencia del Derecho Natural. EUNSA. Páginas 159 y 160.

[38] Ibid. Páginas 167 y 168.

[39] Aquino, Tomás de. Suma Teológica. I, 2, cuestión 94, artículo 4.

[40] Cfr. Hervada. Ob. Cit. Páginas 249ss.

[41] Véase la exposición que del pensamiento de Kant hace Hervada, en Ob. Cit., páginas 297 a 310.

[42] Corte de Constitucionalidad, sentencia de 14 de agosto de 2012, Expediente 2729-2011. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20120814-0000-2729-2011.

[43] Corte de Constitucionalidad, sentencia de 15 de enero de 2008, Expediente 2837-2006. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:2837-2006-0000.

[44] Corte de Constitucionalidad, sentencia de 28 de mayo de 2009, Expediente 2010-2008. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:2010-2008-0000.

En igual sentido véase, de la misma Corte: sentencia de 8 de enero de 2010, Expediente 2059-2009. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:2059-2009-0000.

[45] Corte de Constitucionalidad, sentencia de 24 de mayo de 2007, Expediente 556-2007. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:556-2007-0000.

[46] Corte de Constitucionalidad, sentencia de 10 de diciembre de 1997, Expediente 754-97. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:754-97-0000.

[47] Corte de Constitucionalidad, sentencia de 15 de julio de 1997, Expediente 1024-96. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:1024-96-0000.

[48] Corte Suprema de Justicia, Cámara Civil, sentencia de 23 de enero de 2013, Expediente 01002-2011-00230. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20130123-0003-01002-2011-00230.

[49] Corte Suprema de Justicia, Cámara Civil, sentencia de 30 de abril de 2013, Expediente 01002-2011-00544. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20130430-0003-01002-2011-00544.

[50] Corte Suprema de Justicia, Cámara Civil, sentencia de 9 de septiembre de 2010, Expediente 75-2009. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20100909-0003-75-2009.

[51] Sala Cuarta del Tribunal de lo Contencioso-Administrativo, sentencia de 1 de abril de 2011, Expediente 38-2011. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20110401-0006-38-2011.

[52] Sala Quinta de la Corte de Apelaciones del Ramo Civil y Mercantil, sentencia de 10 de septiembre de 2013, Expediente 01046-2002-00065. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20130910-0012-01046-2002-00065.

[53][53] Sala Tercera de la Corte de Apelaciones del Ramo Civil y Mercantil, sentencia de 14 de febrero de 2013, Expediente 01010-2007-00166. Disponible en: http://iuristec.com.gt/index.php?title=Sentencia:20130214-0011-01010-2007-00166.

 

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